
Un hombre devastado por el desamor encuentra en una noche de excesos y amistades el absurdo consuelo de lo impredecible
El autor
Edgar Alem Meza nació en Curuzú Cuatiá (Corrientes) un 7 de mayo de 1990. Lleva publicados cuatro libros de poesía de manera independiente: Te llevaste todo, excepto mis palabras (2020), Retazos (2022), Cien disparos de poesía (2023) y Mañana tal vez sonría (2024).
En 2021, participó de la antología poética Flor del espinillo. En el año 2024, participó del XVI Concurso de Poesía y Cuento “José Carlos Capparelli”, y su poema fue seleccionado para formar parte de la antología.
El cuento: Borracho desoriendato
David vivía en una ciudad vecina, a un par de horas de mi agujero, el escondite al cual llamaba hogar. Me había invitado varias veces y siempre lo esquivaba con la excusa de la rutina. Pero ese fin de semana no había rutina, solo silencio, miseria, renuncia e incertidumbre. La mujer que amaba se había ido con otro. Alguien mejor, o al menos eso quería creer para no hundirme más. Las calles de mi pueblo me escupían su nombre, las veredas aún olían a su perfume, y mi departamento, vacío, era una tumba. Huir era urgente, un gesto instintivo, primitivo, como si los fantasmas no nos alcanzaran a cada uno de los lugares que visitemos.
Llegué a la casa de David con una sonrisa falsa y un alma podrida. Disimulé bien. Había aprendido a ser el mejor impostor, a veces ni siquiera yo sabía con certeza el grado de autenticidad en mis gestos. Nadie quiere escuchar las miserias ajenas, ni siquiera los buenos amigos. ¡Y qué bien lo fingí! Nos pusimos al día, me pasó una cerveza, y hablábamos como si nada. Es sencillo recorrer las historias con las personas que apreciamos, aunque estas se repitan incontables veces, algún detalle nos vuelve a conectar con la fugacidad de los hechos. Por dentro, todo se desplomaba, la tristeza es un parásito que absorbe a su huésped, invadiéndolo progresivamente. Quizá se percató de mi estado estropeado, los amigos perciben esas cosas, pero muchas veces es mejor no preguntar cada uno tiene sus problemas con los cuales lidiar, para que agregar el de otros.
Ya de noche, apareció Paula. Una amiga suya, encantadora y despreocupada, con un portugués impecable. Hablaba mucho, hasta por los codos, era de ese tipo de persona que le incomodaba el silencio, que llevaban consigo la necesidad imperiosa de combatirlo con alguna acotación sin demasiada relevancia o una pregunta inesperada. No sé si era su sonrisa o las cervezas que ya llevaba encima, pero de pronto nos convenció para salir de ahí y nos vimos cruzando la frontera hacia Brasil. Ella se ofreció como guía turística y yo, como buen idiota, como el bufón del viaje. Cada uno ocupo su personaje, a mí se me da bien el de payaso. Dando vueltas para encontrar algún lugar donde seguir bebiendo y charlar de temas que al otro día ninguno recordaría, terminamos en un bar. David, siempre el responsable, se mantuvo sobrio; Paula y yo, no.
Las cervezas eran interminables, y yo bailaba como si el alcohol me hubiera vuelto Julio Bocca, en su versión ebria y descoordinada, como si fuera el protagonista de una lamentable parodia. Paula se reía de mis movimientos erráticos y yo, envalentonado, coqueteaba con todo lo que tuviera falda. Incluso con ella, aunque David vigilaba con desconfianza, tal vez comía de ahí y nadie quiere que coman de su plato. Entre risas y pasos precarios e inestables, el bar se fue llenando de miradas brasileñas que no eran precisamente amistosas. Entonces, como buen kamikaze, decidí encarar a la mujer más hermosa del lugar. Una diosa en vestido azul, blanca, curvilínea, perfecta. Claro, estaba con su novio. Claro, me rechazó. Y claro, antes de que el novio me convirtiera en parte del mobiliario, David me arrastró al auto.
—¡Subíte, imbécil!— gritó, mientras Paula lloraba de la risa.
Volvimos cruzando el puente que unía los dos países. El enojo de David se disolvía con las carcajadas de Paula, y yo también reía, olvidando por un rato el peso de mi pecho. Los sucesos que no se planean de antemano, que emergen de la improvisación o del exceso del alcohol en sangre, suelen traer consigo las anécdotas que más recordamos con simpatía y nostalgia, porque sabemos que es muy probable que nunca más vuelvan a ocurrir, que las aventuras nacen y mueren en lo espontaneo. Dejamos a Paula en su casa y regresamos al departamento. Era un lugar pequeño, casi vacío, como si David todavía no se decidiera a vivir del todo ahí. Me asignó la cama de abajo de una cucheta, sabiendo que no sobreviviría a la escalera. Apenas toqué el colchón, caí rendido.
Pero el sueño de un borracho nunca es tranquilo. Me desperté desorientado, con una urgencia implacable en la vejiga. Busqué el baño tambaleándome entre sombras y puertas. Confundí el armario con el inodoro y, justo cuando estaba a punto de desatar el diluvio, el grito de David me sacó del trance.
—¡¿Qué hacés pelotudo (o borracho de mierda, no recuerdo bien)?!—
Lo miré, sonreí, y giré hacia la derecha. Encontré el horno. Abrí la puerta y, sin pensarlo dos veces, descargué mi vejiga en el pobre electrodoméstico. David gritó, puteó y me arrastró de vuelta a la cucheta, lleno de furia.
Cuando amaneció, el olor en la cocina me contó lo que había pasado. Soy el único tonto que comete un crimen y se duerme en la escena para ser atrapado al otro día. David, con un café en la mano y cara de pocos amigos, me esperaba con un balde, un trapo y una lección.
—Limpia tus cagadas. O, en este caso, tus meadas.—
No discutí. Tenía razón. Limpié el horno, la cocina, mi orgullo. Como siempre. Como toda mi vida.
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