¡Este formidable regimiento, el que estoy orgulloso de mandar, se merece entrar en la historia grande de la patria, y ésta será la primera acción que nos enseñe el camino de la libertad y la independencia! ¡En el campo de la batalla, me verán al frente de mi columna, pues quiero para mí el privilegio de ser el primero en entrar en combate! ¡Recuerden señores, éste regimiento de Granaderos no deja compañeros heridos en el suelo, no se retira, no recula y no se rinde!
Hace 170 años moría en Boulogne-sur-Mer, Francia, Don José de San Martin. Con motivo de la charla que celebraremos hoy a las 19 Hs. en el Facebook Live de Prosa Editores con Ariel Gustavo Pérez, autor sanmartiniano y además expedicionario con cinco cruces de los Andes a cuestas; te dejemos algunos fragmentos de su novela "El grito apasionado: San Martín camino a San Lorenzo", libro que recrea la llegada al puerto de Buenos Aires de aquel criollo que había prestado servicio al ejército español durante veintidós años, hasta consagrarse en la Batalla de San Lorenzo.
La llegada:
Asombrado, miraba el río bajo sus pies. El agua marrón golpeaba los costados de la chalupa en la que desembarcaba, y las frías gotas que humedecían su cara parecían saludarlo cariñosamente. José saboreó instintivamente el agua dulce que mojaba sus labios, y sonrió, como recordando. Miró hacia atrás, hacia el mar. Los marineros terminaban de atar las velas de la fragata, la cadena del ancla se tensaba peleando contra el oleaje, y varias canoas esperaban su turno para hacer el trasbordo de bultos y gente. Pero José de San Martín recordó, a la distancia, el azul cálido de las aguas mediterráneas y el gris helado del Mar del Norte, y se sintió feliz y confiado. Nada lo ataba, nada lo retenía. Su vida pasada se cerraba como un libro recién terminado de leer. Un buen libro, pero al que él había decidido guardar en un anaquel para no volverlo a abrir.
Nada quedaba debiendo, y de nadie se sabía acreedor. Miró hacia la costa que se aproximaba, y se sintió excitado y ansioso. Estaría solo, sin amigos y sin familia, en una ciudad extraña. Las únicas personas conocidas bajaban con él de la fragata que los había traído desde Europa. Apenas unos cuantos compañeros de viaje, algunos más cercanos que otros. Miró sus rostros, y adivinó tristezas, esperanzas, miedos, entusiasmos. Comprendió que él también era mirado y pensó qué verían ellos en su cara, y, como nunca, sintió desnudos sus sentimientos y abierta su alma.
José de San Martín volvía a su tierra después de 28 años de haberla dejado, cuando su padre debió radicarse en España. Al otro lado del mar, había dejado familia, prestigio, amigos, carrera, estabilidad, todo. A los 34 años sentía que por fin llegaba el día ese para el que se había preparado tanto tiempo, tantos años… Ya estaba en América, su patria, y sabía perfectamente qué debía hacer. Recordaba vagamente aquel lugar. Había vivido en Buenos Aires desde los 3 hasta los 6 años, cuando llegado con su familia desde su Yapeyú natal, a don Juan su padre, lo llamaron a prestar servicios en España. Recordaba ese puerto, los barcos, los bultos y esa frenética actividad comercial que recién comenzaba. También se acordaba de Misiones, los juegos en la selva con sus hermanos, de su mamá cocinando en el patio y de su querida Rosa cuidándolo. “Hoy he vuelto a mi patria” había anotado en su diario de viaje. Esa noche dormiría en casa de parientes de Carlos de Alvear, uno de sus compañeros de viaje y sueños, y mañana se presentaría a ofrecer sus servicios a las autoridades del Gobierno. Era el 9 de marzo de 1812 y ese día, para José comenzaba el camino de la gloria.
La batalla: A las 5,30 hs. de la mañana del 3 de febrero de 1813, San Martín subió por última vez a la espadaña con su catalejo, acompañado por Bermúdez, Robertson y el párroco Navarro. Los movimientos sobre los barcos daban clara cuenta de la inminente decisión de bajar a tierra. Las primeras luces de la mañana mostraban el trabajo de los marinos bajando las lanchas de desembarco y sus aprestos
sobre cubierta. El horizonte se teñía de anaranjado sobre el río y el agua reflejaba el azul profundo del cielo de verano. Por un momento, San Martín se quedó admirando el cuadro de barcos, agua, cielo y horizonte de innumerables colores y pensó que pronto toda esa maravilla de la
naturaleza se mancharía con el rojo de la sangre derramada por el hombre y el humo de los cañones.
-Capitán Bermúdez, baje y saque muy sigilosamente la tropa por donde entró, y fórmela de una manera que no se pueda ver desde el río, quiero que la sorpresa sea total para estos señores. En unos minutos bajaré, cuando tenga claro cuántos infantes desembarcarán y con qué artillería. En el río se veían ya claramente siete naves que tomaban distintas posiciones frete al convento, y los primeros lanchones repletos de soldados vestidos de uniforme blanco llegaban a la costa. José esperó tranquilamente a que el último lanchón se despegara de su nave, para así poder contar con
exactitud la cantidad de soldados que debería enfrentar. Este era un tema que lo preocupaba, pues él contaba con menos de 160 soldados, y el número de hombres en los combates cuerpo a cuerpo era fundamental. También había visto dos cañones sobre sus carros, y mentalmente terminó de preparar su estrategia de batalla. Sabía que aún tendría unos minutos para arengar a la tropa, pues los marinos deberían formar al pié de la barranca y comenzar a subir por la cortada “del tigre”, única subida natural de la barranca, de suave pendiente, a unos 450 metros a la izquierda, hacia el norte.
Cuando escuchó el sonido de los redoblantes y pífanos que tocaban a marchar, bajó por última vez. Corrió hasta la calle trasera, donde lo esperaba el regimiento montado. Se detuvo un momento para admirar la solemnidad de sus hombres, su gallardía, su pose varonil de la cual estaba orgulloso. Subió al bayo regalado, y con un ademán llamó a los hombres, para que lo rodearan. Un estrecho círculo se formó a su alrededor, mezclando oficiales con soldados.
-¡Señores, el momento que esperábamos ha llegado! ¡La vida nos regala la oportunidad de morir gloriosamente construyendo la patria, o vivir para defenderla! ¡Nuestras familias, nuestras esposas, nuestros hijos, nuestros padres, en cualquier lugar donde se hallen, están en este momento esperando que nos conduzcamos con el honor y la valentía que ellos esperan de nosotros! ¡Este formidable regimiento, el que estoy orgulloso de mandar, se merece entrar en la historia grande de la patria, y ésta será la primera acción que nos enseñe el camino de la libertad y la independencia! ¡En el campo de la batalla, me verán al frente de mi columna, pues quiero para mí el privilegio de ser el primero en entrar en combate! ¡Recuerden señores, éste regimiento de Granaderos no deja compañeros heridos en el suelo, no se retira, no recula y no se rinde! ¡Los veré en un rato, en este mismo lugar para festejar nuestra primera victoria! Se reprimió de gritar ¡viva la patria! por miedo a que la contestación de la tropa pudiera delatar su posición, y con otro ademán llamó a sus oficiales para dar las ultimas órdenes. Hizo dividir la tropa en dos columnas de 60 hombres cada una a derecha e izquierda del edificio, las cuales serían mandadas por Bermúdez la de la derecha y por el mismo la que se encontraría en primer lugar con el enemigo, ya que la distancia que debería recorrer la de la izquierda era menor pues los infantes marchaban en diagonal desde el Norte.
Mandó que ni bien iniciada la carga de caballería, los 12 soldados armados con pistolas se ubicaran en el portón de entrada del convento, con la función de proteger a los frailes si la suerte de la batalla era adversa.
Al frente del convento y a la vista del enemigo se ubicarían los milicianos de Escalada con su cañoncito, y harían fuego varias veces como “cebo” de engaño, intentando que los realistas creyeran que esos eran los únicos defensores existentes en el edificio.
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