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Tiempo de Amigas: memoria y reencuentro en un cuento de Gladys Marassi

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En Tiempo de Amigas, el pasado y el presente

se cruzan sobre un puente donde la memoria vuelve a hacerse cuerpo.


En Mujeres en las sombras, Gladys Marassi construye un universo donde las protagonistas —visibles o invisibles— son el eje vital de las historias. Sus voces, a veces silenciadas, emergen entre la memoria, el deseo y la pérdida. Desde un realismo teñido de enigma, los relatos recorren espacios cotidianos y reconocibles —Hudson, San Bernardo, las sierras, el hospital Fiorito—, que se vuelven escenarios de lo inquietante. Marassi teje una prosa poética y lúcida, donde cada historia ilumina una zona oscura del alma femenina. Leer este libro es asomarse a lo invisible: lo que duele, persiste y, aun así, resplandece.


Mujeres en las Sombras - Gladys Marassi - Prosa Editores
Mujeres en las Sombras - Gladys Marassi - Prosa Editores

La autora


Gladys Adriana Marassi nació el 27 de julio de 1959 en Wilde, Avellaneda.

Es Licenciada en Fonoaudiología y Psicodramatista. Estudió actuación en El Rojas y en la Escuela de Arte BTE.


Desde 2010 dirige grupos de teatro espontáneo.

Desde 2007 concurre a los talleres de lectura y escritura “Confábula”, dirigidos por el poeta y licenciado en Letras Jorge A. Cabrera.


Gladys Adriana Marassi - Mujeres en las Sombras
Gladys Adriana Marassi - Mujeres en las Sombras

Tiempo de amigas


Gladys Marassi


Desde que se encontraban hasta la escuela caminaban seis cuadras. Mónica tenía dos cuadras más, venía desde la calle Montes. El ritual era de lunes a viernes. Cerca de las 12.45, al principio, después fue un poco más temprano. Querían prolongar la caminata todo lo posible.


Rara vez hablaban de temas escolares, no tenían importancia. Quizá cuando se acercaban los exámenes se podían perder algunos minutos en la botánica o la historia.—Hasta la página cuarenta y cinco —decía Gloria, dando cuenta de todas las que le faltaban para llegar al final.


La incertidumbre agregaba emoción.—Ojalá no ponga cuatro temas.—Si reparte los temas por fila, te pateo y me dejás ver la hoja tuya.


Mónica estallaba de risa, pero el miedo de ser descubierta estaba presente, sobre todo por fallarle a los padres. En cambio, Gloria no le temía a nada, no por valentía sino más bien por insensatez.


Cuando llegaban a la estación, podían pasar por las vías, pero preferían hacerlo por el puente peatonal que las cruzaba. Escalones de metal, hacer barullo, subir al trote.


Al llegar a la pasarela ponían las cabezas como jabalíes recién cazados y atravesaban los rombos de hierro. Había que aguantar hasta que pasara un tren por abajo. No había ningún peligro. Ellas estaban sobre el puente, pero el aire que despedía el tren y el olor de la maquinaria eran abrumadores.


Cuando pasaba un rápido, era imposible.—Hay que aguantar y contar hasta diez.—Saliste antes, no vale.

Pero ese día aguantaron. Se agarraron de las manos, cerraron los ojos.


Una bruma espesa detuvo el tiempo. El sol desapareció por un instante. Desde el puente miraron las casas de la vereda de enfrente que viraron en un gris intenso. El pino de la esquina alargó sus ramas.


Giraron sobre sus pies al mismo tiempo. Se notaron distintas. Mónica tenía un pulóver verde y una cartera marrón cruzada.—Llego tarde, hoy tomo examen a los de cuarto —le dijo a Gloria.


De su antebrazo se asomaban carpetas y un libro de Cortázar (Todos los fuegos el fuego).


Ella, Gloria, llevaba un pantalón negro; en la oficina no le permitían otra vestimenta.


Acomodado en su mano izquierda, el mismo libro de Cortázar. Se rieron, como tantas veces ante la coincidencia.


Se sintieron raras, después se acostumbraron. Mónica era la racional, pero amaba las ficciones, y eso la transformaba. Profesora de Literatura en el Normal, sus alumnos la adoraban. Siempre fue histriónica; el teatro era parte de su vida, alquimia de sus clases.

—Gemelas, separadas al nacer —se lo repetían siempre.


Estallaban en carcajadas, muchas veces dejando afuera a quienes no estaban en la misma dimensión.


Las películas de Kurosawa. Los sueños. Fellini. Gloria recordó por años la parte de la gorda de Amarcord. Un poco por la escena, pero mucho más por las risas estrepitosas de Mónica.


Y siempre la literatura, que construía y destruía mundos ajenos y propios.


Sabían que tenían que volver, era un tiempo prestado. Volver a poner sus cabezas de jabalíes en el puente, volver a primer año y a las aburridas clases de matemática con la Fernández.


Después, segundo. Tercero con el flaquito Filgueiras. Cuarto, y Hugo, con las manos canchereadas en los bolsillos del pantalón por debajo del guardapolvo. Quinto y el Negro.—Nuestro Negro.


Subieron al puente, se agarraron de las manos, esperaron el rápido de Constitución.—Aguantá, las dos juntas, y empezamos otra vez.


La ráfaga, un rugido furioso. Cerraron los ojos. Gritos y risas desaforadas. Se dieron vuelta, volvieron.


Guardapolvo blanco, las medias tres cuartos, la carpeta en la mano.—Hoy lo tenemos a Martón, no estudié, pero nos vamos a divertir —dijo Gloria con aire triunfal.


Sonó el timbre. Era el tercero. Había que entrar. Cruzaron la calle Ramón Franco.




 
 
 

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