En 1974, a un año del derrocamiento de el presidente chileno Salvador Allende, Gabriel García Márquez escribió este texto rotundo y de ritmo imparable
Es un texto corto, pero apasionado. Un García Márquez que dice lo que piensa y escribe desde las tripas, dándole pelea a la impotencia y la injusticia. Fue publicado por la editorial de la Revista Alternativa, con la que Gabriel García Márquez estuvo involucrado desde su fundación y en la cual colaboró asiduamente.
A nueve años de su muerte, te compartimos algunos fragmentos de "Chile, el golpe y los gringos", su libro menos difundido.
UNA CENA EN WASHINGTON
A fines de 1969, tres generales del Pentágono cenaron con cuatro militares chilenos en una casa de los suburbios de Washington. El anfitrión era el entonces coronel Gerardo López Angulo, agregado aéreo de la misión militar de Chile en los Estados Unidos, y los invitados chilenos eran sus colegas de las otras armas. La cena era en honor del Director de la escuela de Aviación de Chile, general Toro Mazote, quien había llegado el día anterior para una visita de estudio. Los siete militares comieron ensalada de frutas y asado de ternera con guisantes, bebieron los vinos de corazón tibio de la remota patria del sur donde había pájaros luminosos en las playas mientras Washington naufragaba en la nieve, y hablaron en inglés de lo único que parecía interesar a los chilenos en aquellos tiempo: las elecciones presidenciales del próximo septiembre. A los postres, uno de los generales del Pentágono preguntó qué haría el ejército de Chile si el candidato de la izquierda Salvador Allende ganaba las elecciones. El general Toro Mazote contestó: “Nos tomaremos el palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos que incendiarlo”
Uno de los invitados era el general Ernesto Baeza actual director de la Seguridad Nacional de Chile, que fue quien dirigió el asalto al palacio presidencial en el golpe reciente, y quien dio la orden de incendiarlo. Dos de sus subalternos de aquellos días se hicieron célebres en la misma jornada: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta Militar, y el general Javier Palacios, que participó en la refriega final contra Salvador Allende. También se encontraba en la mesa el general de brigada aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, actual ministro de obras públicas, y amigo íntimo de otro miembro de la Junta Militar el general del aire Gustavo Leigh, que dio la orden de bombardear con cohetes el palacio presidencial. El último invitado era el actual almirante Arturo Troncoso, ahora gobernador naval de Valparaíso, que hizo la purga sangrienta de la oficialidad progresista de la marina de guerra, e inició el alzamiento militar en la madrugada del once de septiembre.
Aquella cena histórica fue el primer contacto del Pentágono con oficiales de las cuatro ramas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en Washington como en Santiago, se llegó al acuerdo final de que los militares chilenos más adictos al alma y a los intereses de los Estados Unidos se tomarían el poder en caso de que la Unidad Popular ganara las elecciones. Lo planearon en frío, como una simple operación de guerra, y sin tomar en cuenta las condiciones reales de Chile.
El plan estaba elaborado desde antes, y no sólo como consecuencia de las presiones de la International Telegraph & Telephone (I.T.T), sino por razones mucho más profundas de política mundial. Su nombre era “Contingency Plan”. El organismo que la puso en marcha fue la Defense Intelligence Agency del Pentágono, pero la encargada de su ejecución fue la Naval Intelligency Agency, que centralizó y procesó los datos de las otras agencias, inclusive la CIA, bajo la dirección política superior del Consejo Nacional de Seguridad. Era normal que el proyecto se encomendara a la marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile debía coincidir con la Operación Unitas, que son las maniobras conjuntas de unidades norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Estas maniobras se llevaban a cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones y resultaba natural que hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda clase de aparatos de guerra y de hombres adiestrados en las artes y las ciencias de la muerte.
Por esa época, Henry Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos: “No me interesa ni sé nada del Sur del Mundo, desde los Pirineos hacia abajo”. El Contingency Plan estaba entonces terminado hasta su último detalle, y es imposible pensar que Kissinger no estuviera al corriente de eso, y que no lo estuviera el propio presidente Nixon.
LA CIA Y UN PARO DE CAMIONES
La huelga de camioneros fue el detonante final. Por su geografía fragorosa, la economía chilena está a merced de su transporte rodado. Paralizarlo es paralizar el país. Para la oposición era muy fácil hacerlo, porque el gremio del transporte era de los más afectados por la escasez de repuestos, y se encontraba además amenazado por la disposición del gobierno de nacionalizar el transporte con equipos soviéticos. El paro se sostuvo hasta el final, sin un solo instante de desaliento, porque estaba financiado desde el exterior con dinero efectivo. La CIA inundó de dólares el país para apoyar el Paro Patronal, y esa divisa bajó en la bolsa negra, escribió Pablo Neruda a un amigo en Europa. Una semana antes del golpe se había acabado el aceite, la leche y el pan.
En los últimos días de la Unidad Popular, con la economía desquiciada y el país al borde de la guerra civil, las maniobras del gobierno y de la oposición se centraron en la esperanza de modificar, cada quien a su favor, el equilibrio de fuerzas dentro del ejército. La jugada final fue perfecta: cuarenta y ocho horas antes del golpe, la oposición había logrado descalificar a los mandos superiores que respaldaban a Salvador Allende, y habían ascendido en su lugar, uno por uno, en una serie de enroques y gambitos magistrales a todos los oficiales que habían asistido a la cena de Washington.
Sin embargo, en aquel momento el ajedrez político había escapado a la voluntad de sus protagonistas. Arrastrados por una dialéctica irreversible, ellos mismos terminaron convertidos en ficha de un ajedrez mayor, mucho más complejo y políticamente mucho más importante que una confabulación consciente entre el imperialismo y la reacción contra el gobierno del pueblo. Era una terrible confrontación de clases que la habían provocado, una encarnizada rebatiña de intereses contrapuestos cuya culminación final tenía que ser un cataclismo social sin precedentes en la historia de América.
LA MUERTE DE ALLENDE
A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad. La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en le refugio de un presidente sin poder. Resistió durante seis horas, con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás. El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró llegar al segundo piso, con su ayudante, el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata, y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía bien al general Palacios. Pocos días antes, le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: “Traidor” y lo hirió en una mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego, todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último, un suboficial le destrozó la cara con la culata del fusil. La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que los había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en nuestras vidas para siempre.
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