Descubrí cómo los inmigrantes franceses transformaron la economía y cultura de Buenos Aires, aportando su esfuerzo y legado
La autora
Alejandra Ancella, nacida en Buenos Aires, ha combinado su amor por el idioma inglés con su pasión por la historia y la investigación. Aunque dedicó gran parte de su carrera a la enseñanza de esta lengua, su experiencia como profesora de Historia en el distinguido St. John's School ha sido clave para su desarrollo profesional. Si bien fue el inglés el eje de sus estudios y especializaciones, es en la Historia donde encuentra su verdadero dominio, en la investigación del hecho preciso que define a toda ciencia, tal como se refleja en este, su más reciente libro.
Además de su labor docente, la autora ha explorado el mundo literario, donde su creatividad logra expresarse a través de la ficción. Su primer libro, Fucsia, es una muestra de su versatilidad narrativa.
De minuciosidad científica y desbordante curiosidad, su trabajo en la enseñanza y la escritura se entremezclan, reflejando un profundo interés por el pasado y su conexión con el presente.
Además, ha participado en la revista de arquitectura Replanteo, colaborando con diversos artículos. Publicó varios de sus cuentos, prologados por César Melis, también responsable de su selección y compilación, en las siguientes antologías de la Colección El Tintero en Editorial Dunken: Palabras de sueños (2003), Cuentos de los oficios (2004), Historias con voces (2006), El libro de los Talleres, Tomo I (2008) y en El libro de los Talleres, Tomo X (2010). Fucsia (2012, Prosa Editores) fue su primer libro de ficción.
Sinopsis
En el siglo XIX, miles de europeos, entre ellos una significativa cantidad de franceses, emprendieron un viaje hacia el sur de América del Sur, impulsados por la esperanza de un futuro próspero. Dejando atrás su tierra con nostalgia o espíritu aventurero, llegaron a la Argentina para echar raíces y construir nuevas vidas.
Estos incansables pioneros, conocidos cariñosamente como "gringos", aportaron a la joven nación argentina no solo su invaluable esfuerzo, sino también la riqueza cultural y el ímpetu del trabajo, virtudes esenciales para el desarrollo de un país deseoso de progreso. Este libro rinde homenaje a esos visionarios, cuya determinación y dedicación ayudaron a forjar una Argentina que les ofreció libertad y oportunidades, mientras ellos enriquecían el suelo argentino con su legado y su historia.
Una obra imprescindible para comprender la influencia de la inmigración francesa en la Argentina y el impacto duradero que esta ha dejado en nuestra identidad.
Los franceses en el comercio y las industrias nacionales
Hacia 1880, nuestra industria estaba en sus albores pues, a pesar de ciertos intentos de implantar empresas y métodos de trabajo novedosos, no existían fábricas equipadas modernamente. La industria argentina consistía apenas en algunos talleres simples, muy rudimentariamente instalados. No obstante, ciertos acontecimientos reflejan que un importante cambio en el ámbito industrial argentino estaba a punto de producirse. Observamos una difusión de diversas industrias emparentadas tanto con la alimentación como con el vestido y la construcción.
Desde mayo de 1810 hasta la conformación del modelo agroexportador, no encontramos registros de industrias o comercios en el sentido que hoy se entiende por industria y comercio.
Podemos mencionar manufacturas textiles: telares manuales rudimentarios de mantas y ponchos, carretas y tantísimos productos regionales del interior. Se seguían usando las técnicas primitivas de los tiempos del Virreinato del Río de la Plata. Estas manufacturas no cuentan como un antecedente industrial; deberemos esperar al influjo europeo a partir del último tercio del siglo XIX.
Sabemos que no existía, propiamente, un desarrollo tecnológico acorde con los avances de la Segunda Revolución Industrial, sin los cuales es imposible referirnos a un gran avance técnico. Sin crecimiento, nuestras artesanías apenas sobrevivían. El alto costo del transporte convertía un producto regional de Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán o Catamarca en inaccesible. Un vino mendocino no podía competir con uno francés, y la producción de azúcar en los ingenios de Tucumán también se veía afectada.
En 1820, la situación económica se vio agravada por las guerras civiles que perjudicaban a la producción ganadera en la provincia de Buenos Aires y en las provincias del Litoral, especialmente Santa Fe. El avance del malón indígena era otro frente irresoluto que también aquejaba las áreas pobladas.
El saladero fue en este período la principal actividad (antes de las oleadas europeas), donde se faenaba y producía tasajo y cecina, productos de baja calidad, pero que se mantenían por su tratamiento de secado al sol y el agregado de sal.
Recién apreciamos los inicios de una actividad en talleres con la llegada de los inmigrantes, conocedores de la máquina a vapor. Al ser extranjeros, los pioneros industriales no fueron tomados en cuenta. La élite dominante centró su interés en el poderoso sector ganadero, que era el propio y que les generaba inmensas ganancias, en especial con la aparición del frigorífico.
A la ganadería se le sumaron los cereales, pero en un momento posterior. El cultivo de la tierra se presentaba más difícil, puesto que requería mayores inversiones, población y seguridad. Esto recién pudo encauzarse cuando La Pampa dejó de ser dominada por el indígena con la campaña de Roca en 1879. El problema de los caminos intransitables, los transportes precarios y las inmensas distancias complicaban el panorama. Fue impensable una producción cerealera a gran escala hasta la expansión ferroviaria que transportaría trigo, vacas, lanas y ovejas a la zona de comercialización.
Entonces, afirmamos que el inicio de las “industrias” y el comercio se dio con los inmigrantes europeos en la primera oleada, cuando llegó la amplia mayoría, y todo gracias al empuje y creatividad más que por una tecnología que todavía no había llegado a América del Sur.
El Gobierno consideraba con meridiana claridad la necesidad de atraer capitales extranjeros para que, al ser invertidos, generasen una verdadera riqueza económica. Caso contrario, permaneceríamos infinitamente en un estancamiento crónico, sin oportunidades y alejados del auténtico desarrollo. En dicho marco, se consideraba que “la industria es el único medio de encaminar la juventud al orden... es el calmante por excelencia. Ella conduce por el bienestar y por la riqueza al orden, por el orden a la libertad”.
Entre 1880 y 1890, surgen los primeros establecimientos industriales modernos gracias a la ayuda brindada por algunas medidas proteccionistas, pero muy especialmente, surgen en función del aumento de población, el cual fue el resultado del tan importante aporte inmigratorio, factor decisivo en relación con la existencia de una mayor cantidad de mano de obra.
Como en determinados sectores de producción y en algunos legisladores se estaba formando una hasta entonces completamente desconocida y renovadora conciencia industrialista, se veía que el momento de promover el desarrollo industrial había llegado y que, a través de una política proteccionista, se podrían crear las condiciones imprescindibles para desencadenar la industrialización. Este movimiento se irá perfilando a medida que los franceses vayan llegando a nuestro país.
El legislador Vicente Fidel López expuso cómo era la situación económica del momento y afirmaba que éramos un país productor de materia prima cuya riqueza necesitaba la mano de obra proveniente de la inmigración. Planteaba la necesidad de fomentar el desarrollo industrial para que se produjera una transformación que nos enriqueciera e incorporara al mundo civilizado. Así surgió, en este contexto, un debate proteccionista para proteger una posible industria nacional que en un comienzo no podría soportar la competencia de la producción importada.
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