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Leé un capítulo de "La Pascua de Lavoisier", de Luis Gustavo Dran



Divulgación científica minuciosa, amena e inspiradora


Luis Gustavo Dran es profesor de ciencias físicas y biológicas, directivo e inspector de educación en escuelas de la provincia de Buenos Aires. Además se desempeñó como docente, dirigente e investigador en la Universidad Tecnológica Nacional, realizando aportes en la modelización matemática de las transferencias de energía, y en la obtención de hidrógeno por Energía Solar, como miembro del Grupo de Estudios Sobre Energía (GESE) de dicha Universidad. Ha trabajado en empresas públicas y privadas del área energética, fue consultor en el uso racional de las energías eléctricas, térmicas y no convencionales, y capacitador en la gestión de los recursos energéticos.


Presentó varios proyectos en el área de la energía solar, y disertó en congresos nacionales sobre uso racional de la energía. Tiene 62 años, dos hijos y vive en Buenos Aires, Argentina.


Pocas personas logran contar la ciencia en forma clara e interesante; el profesor Dran completa este objetivo con un relato ágil, por momentos novelesco. Es un excelente recurso didáctico sumar al desarrollo de una idea la semblanza del autor y su época; uno agradece esa ocurrencia, pues muchos saberes que tenían fama de escabrosos, al final, no lo eran en absoluto.


Le esperan relatos sobre cómo nos hemos ingeniado para prosperar en el mundo. Sabrá que hubo ciencia antes de lo que imaginó, que el poder se aprovechó de ella y luego terminó persiguiéndola, que cierta organización de filósofos operó en las 3 grandes revoluciones del siglo XVIII, que las primeras experiencias químicas y eléctricas derivaron en escándalos sociales…


¿Quiénes fueron las hadas madrinas de Newton? ¿Qué ocurrió a continuación de él? ¿Cómo se conectan Alejandro Magno con Ernest Rutherford, los vikingos del siglo X con Michael Faraday, o los sumerios con la estadística? ¿Cómo ocurrieron las revoluciones cuántica, relativista y nuclear? ¿Por qué las dos primeras salvaron a la física del derrumbe, y la última evitó -por un pelo- que el nazismo tuviera su bomba atómica?


Además de explicar en detalle cada idea o suceso, y de proveer contexto, este atrapante “detrás de escena” del conocimiento recoge lecciones de vida de sus personajes, retratándolos como lo que fueron: simples humanos con sus grandezas y desventuras, que dejaron escrita una página en la cultura de nuestra especie a fuerza de ingenio y tesón.


“La Pascua de Lavoisier” es divulgación científica minuciosa, amena, inspiradora. Bienvenido, lector, deseo que disfrute estas páginas como yo lo he hecho. Y por supuesto, que perdure en su biblioteca familiar mucho tiempo. Pues como bien ha argumentado el profesor, la ciencia nunca pasa de moda.


Ing. Gabriel Eduardo Volpi



Capítulo 10: El Gas de la Alegría


Humphry Davy – I


Al principio, Antoine Lavoisier no se comportó como el caballero perfecto que nos han enseñado la historia y los cuadros. Sabemos que aprendió a producir oxígeno gracias a una carta del boticario sueco Carl Wilhelm Scheele, y que luego declaró no haberla recibido. También sabemos que él y su esposa manipularon con refinada habilidad al clérigo y naturalista inglés Joseph Priestley, y le sonsacaron cuanto sabía del “aire desflogistizado”. Scheele y Priestley son personajes relativamente desconocidos, en cambio, Lavoisier se volvió una celebridad de la química. Uno de los deslumbrados por sus experimentos y métodos fue el doctor inglés nacido en Bristol, Thomas Beddoes (1760 – 1808). Beddoes estudió química con nuestro singular profesor Joseph Black, y en 1785 se graduó como médico en Londres. De allí pasó a París, conoció a Antoine en la cima de su carrera, y volvió con ideas radicales tanto en ciencia como en política. Por aquel entonces, el intelectual más reverenciado por la vanguardia londinense era su colega Erasmus Darwin, abuelo de Charles, quien había re¬chazado reiteradamente el cargo de médico del rey en nombre de sus convicciones antiimperialistas y democráticas. Darwin animaba salones leyendo poesía romántica, y presentando inventos y experimentos eléctricos; era lingüista, zoólogo, botánico, aparecía asiduamente en periódicos, y por si fuera poco, publicaba libros.


Beddoes comenzó a intercambiar correspondencia con él luego de leer uno de sus artículos, ambos coincidieron en el ideario social, y en extenderlo al ejercicio de su mutua pasión, la medicina. Luego se encon¬traron personalmente, Beddoes fue introducido en la Sociedad Lunar en 1787 y obtuvo cartas de recomendación para ingresar a Oxford como catedrático en química. El ambiente de la universidad estaba bastante poblado de librepensadores, Beddoes era uno más y pronto comenzó a destacarse por el tenor de sus invectivas antimonárquicas. Hasta llegar a 1792, cuando él y Priestley no tuvieron mejor idea que celebrar la toma de la Bastilla en mítines callejeros, justo cuando los ingleses temían una invasión de la Francia revolucionaria. Los actos terminaron en refriegas entre manifestantes y tropas del rey, con el clásico saldo de heridos y detenidos, y tanto él como el reverendo Priestley aparecieron en las tapas de los diarios… La tolerancia hacia Beddoes encontró su límite en aquellos incidentes, y al ver que sus colegas de claustro le retaceaban el trato, prefirió renunciar antes de que lo echaran. De cualquier forma, tenía otros planes. En una carta pública dirigida a Darwin -1793- Beddoes le pidió opinión acerca de utilizar la química neumática en el tratamiento de enfermedades respiratorias. Él consideraba que había una relación entre las enfermedades y la cantidad de oxígeno que había en un organismo, y formó una terapia basada en la inhalación de cantidades reguladas del gas. Por ejemplo, dolencias como la apoplejía, parálisis, tuberculosis, varicela, y catarro, eran debidas a mucho O2 en el cuerpo, y entonces convendría “asfixiar” un tanto al enfermo. Viceversa, la dispepsia, histeria, cólera, epilepsia, y diabetes vienen a consecuencia de poco O2, y por lo tanto sería aconsejable “intoxicarlo” con un exceso de O2. Bedoes armó esta locura basado en una observación de Lavoisier acerca de que el O2 irrita los tejidos (porque en presencia del gas se los ve más hinchados y rojos), y la combinó al voleo con una vieja idea alquimista que consideraba las enfermedades como resultados de desequilibrios en los fluidos corporales . No tenía la más mínima chance de curar enfermos de semejante manera, pero había necesidad de encontrar medicinas y a él le sobraba entusiasmo.


Erasmus Darwin aceptó de inmediato y dispuso un encuentro para pasar a la acción. Tenía urgencia, justo en ese momento, dos de los hijos del segundo matrimonio de James Watt padecían tuberculosis. Beddoes mandó fabricar un gasómetro para comenzar cuanto antes con la niña -su condición era desesperante- pero no llegaron a tiempo. La muerte de la hija de Watt llevó a toda la Sociedad Lunar hacia un nuevo proyecto, la fundación de un centro terapéutico y de investigación en gases. El mismo James Watt construyó los gasómetros, las válvulas reguladoras, las cámaras, los trajes y las máscaras de aspiración (similares a los de Laplace y Lavoisier), Darwin fue a por el financiamiento y otros lunáticos, hombres de empresa, instruyeron a Beddoes en temas de administración. Uno de estos últimos, el polí­tico reformista, escritor e inventor irlandés, Richard Lovell Edgewor­th, hasta casó con él a la hija menor de su primer matrimonio, Anna María. Con un presupuesto que ascendió a la extraordinaria suma de 10.000 £, el “Bristol Pneumatic Medical Institute” de Beddoes fue la anteúltima gran obra científico-humanista de la Sociedad Lunar. La clínica inauguró sus funciones en 1795, en la ciudad de Bristol, aprovechando el hecho de que ya existían centros de aguas termales en la zona. A su misión primaria agregó la de ser “democrática y filantró­pica”, atendiendo en forma igualitaria a todo el mundo sin distinción de clase social o condición económica, y hasta gratis para quienes lo necesitaran. Beddoes combinó entonces sus funciones médica y cien­tífica con la literaria, produciendo ensayos y proclamas a favor de la mejora social.


El otro hijo enfermo de Watt, Gregory, pescó una gripe en 1797 y su condición respiratoria se complicó de repente. Beddoes sugirió enviarlo una temporada a la localidad marítima de Penzance, en el condado de Cornualles -extremo sudoeste de Inglaterra-, cuyo cli­ma atemperado por la corriente del golfo conocía bien. El muchacho llegó carta en mano hasta la casa de un amigo de Beddoes, Davies Giddy, y ocurrió que este buen hombre tenía trabajando como aprendiz a Humphry Davy (1778 – 1829), un jovencito que había quedado huérfano de padre poco tiempo atrás. No obstante abando­nar la escuela debido al infortunio, Humphry tuvo la suerte de contar con Mr. Tonkin, el padre adoptivo de su mamá, también huérfana de muy pequeña. El abuelo postizo era boticario y cirujano, una per­sona muy querida en el pueblo, y tomó al chico bajo su tutela. Lo introdujo en las artes de la farmacia, le aconsejó para que trazara un plan de aprendizaje personal, y montó para él un pequeño banco de ensayos y una biblioteca. Tonkin le había provisto el conchabo con Giddy, y mientras aportaba unos dineros más a la familia, el chico continuaba formándose en forma mayormente autodidacta, favoreci­do por un entorno de adultos que lo estimulaban. Sus intereses eran los idiomas, el álgebra, geometría, mecánica y en especial, la química; Humphry repetía con fruición las experiencias que Lavoisier había explicado en su libro “Tratado Elemental de Química”, y también las de William Nicholson en su “Diccionario de Química”[2]. Según recordó de grande, en estos textos encontró finalmente su vocación. Pues bien, resultó que cierto día el patrón Mr. Giddy recibió la visita de Gregory Watt, quien traía la consabida carta de Beddoes pidién­dole que hiciera algo por el muchacho. Y sabiendo que la viuda Davy tenía lugar, y que necesitaba el dinero, lo acompañó hasta la casa para que se alojara allí. Gregory Watt y Humphry Davy tenían 19 años y el mismo interés por la filosofía natural; fueron cimentando su amis­tad entre caminatas, lecturas y experimentos[3]. Hacia fines de 1797 llegó a Penzance una carta de papá Watt: la clínica de Beddoes estaba próxima a abrir sus puertas y solamente faltaba encontrar un hombre de confianza para encargarse de la administración. Gregory habló con Mr. Giddy, éste con Mr. Tonkin, y los tres coincidieron en el mismo candidato: Humphry Davy emprendió su viaje a Bristol a principios de 1798 para ocupar el puesto de intendente supervisor.


Un miembro de la Royal Insititution da de probar óxido nitroso a un hombre con consecuencias a la vista. A su derecha, Davy sostiene un fuelle y rie maliciosa­mente. Y el conde Rumford - a la sazón fundador de la Royal Institution- disfruta el momento parado contra una puerta entreabierta. De la nota aparecida el 23 de Mayo de 1802: “Investigaciones científicas! – Nuevos descubrimientos en neumática! - O una conferencia experimental sobre los poderes del aire”. Por James Gillray, Londres.


A continuación, Davy publico su libro. Lleno de rigor científico, por supuesto, pero exhibiendo un tono autocrítico nunca antes leído en textos filosóficos. Allí describió con crudeza los experimentos y las reacciones de los animalitos, y reservó un extenso último capítulo para sus propias peripecias. Aunque trató de no involucrarse en lo emocional, el hecho de relatar su primera aventura como científico hizo caer a Davy en la cuenta del costo que había pagado. Entonces terminó esta confesión literaria haciendo un “mea culpa” por alejarse de los sublimes objetivos que alguna vez quiso para sí. Su honestidad brutal le granjeó la simpatía del público. Un público al que pícara­mente apuntó desde el vamos, por caso, refiriéndose a sus estados sicológicos con la palabra “entusiasmo”: él sabía que la élite liberal e ilustrada gustaba de calificarse como “entusiasta”. En suma, buena prosa, contrición y una generosa dosis de ingenio, bastaron para plas­mar aquel consejo de Colleridge. Y así, mientras la Bristol Pneumatic y su director caían en el descrédito, él quedaba a un paso de jugar en las grandes ligas de Londres. A un jefe se lo acompaña siempre, pero solamente hasta la puerta del cementerio.

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