A la vuelta del boliche, en la calle, se había armado una ronda; de un lado, nosotros, del otro, los amigos del pibe que enfrentaba al gordo; en el medio, los peleadores. Nadie se metería, si alguno fuese a parar al piso todo se frenaría hasta que volviese a levantarse.
Santiago Cánepa nació en Buenos Aires en octubre de 1985. En el año 2007 publicó Una galera y un libro para Fernando Salvatierra, un libro de cuentos. Lo siguió Coger y contarlo, una novela que comenzó como un blog y que encontró miles de lectores en las redes sociales. Gracias al aporte de estos, el libro fue publicado en formato físico en el año 2015. Desde entonces, y gracias a la experiencia adquirida en la promoción y difusión de la novela, Cánepa se dedica a la comunicación digital, además de dictar talleres y charlas sobre escritura. Cosas mejores que estas es su tercer libro.
RESEÑA:
En los diez cuentos que conforman Cosas mejores que estas, el amor, el sexo y la violencia son solo el cartel de neón que marca el descenso a un universo más oscuro y desolado. Donde las ilusiones y las caras se rompen, las familias fingen y el dinero no alcanza. Donde las pantorrillas duelen y los penes no siempre se paran.
Con humor y dureza por igual, Santiago Cánepa retoma el singular universo de Coger y contarlo , su primera novela, pero lo lleva al extremo valiéndose de un estilo crudo, preciso y cotidiano, absolutamente realista, consiguiendo así una prosa arrolladora.
Un pibe que se arrastra por el suelo buscando comida mientras renuncia al amor; un tipo que necesita, a toda costa, saber si ese escritor famoso se acostó con su mujer; un perro viejo que vuelve a ser joven por un momento de placer; el trágico debut sexual de un nene de trece años; son solo algunas de las historias que componen este libro frenético y de ritmo imparable.
Santiago Cánepa narra estas historias desgraciadas sin adornos y con honestidad brutal, consiguiendo que Cosas mejores que estas sea un libro difícil de quitar, tanto de la mente como del cuerpo del lector.
EL CUENTO:
La saqué a bailar y me dijo que sí. Era flaquita y larga y usaba flequillito y Nikes como todas, aunque se notaba que era la primera vez que caía en una bailanta. Cómo te llamás, le pregunté:
- Soy Betsabé ¿Vos?
- Yo Soy Mariano.
Le dije lo que a todas: ¿Cuántos años tenés? Dieciséis ¿Vos? También ¿De dónde sos? De Belgrano ¿Vos? Paternal ¿Dónde queda eso? Dónde está la cancha de Argentinos ¡No tengo idea dónde es! Me dijo.
No tenía idea de lo que había más allá de la avenida Cramer pero respondió que sí a la siguiente y más importante pregunta de todas: ¿Querés chapar?
Yo repetía siempre la misma rutina: caminaba por el boliche con mi amigo Pato detrás y, si encontrábamos un grupito de minas que nos retrucase la sonrisa, encarábamos sacando a bailar. A Pato le faltaba uno de los dientes de adelante pero igual sonreía como Eddie Murphy en Un Detective Suelto En Hollywood, y por lo general le otorgaban el primer sí. Después, entre cantito al oído y exhibición de destrezas pélvicas, las siguientes cuatro preguntas:
1- Cómo te llamás.
2- Cuántos años tenés.
3- De dónde sos.
4- Querés chapar.
Si aceptaba, no importaba si tenía novio o no. Repetíamos eso hasta encontrar una que respondiese que sí. Tampoco importaba rebotar con un grupito, darnos vuelta y encarar al de al lado sabiendo que ese nuevo grupo presenció nuestro fracaso; era lo único que sabíamos hacer y algunas veces funcionaba.
La pibita era casi tan alta como yo y tenía puesto un buzo canguro Adidas, original, negro, que le quedaba enorme; un jean azul clarito y unas zapatillas Nike blancas, re limpias, con resortes, que valían cinco veces más que mis Traupper de lona; versión trucha bastante bien lograda de las Topper que mi vieja no podía comprarme con su sueldo de sirvienta y cuida viejos.
Lo bueno de que mi vieja laburase también algunas noches de la semana era que me quedaba la casa para mí solo, veinticuatro horas seguidas de pura libertad. Alguna vez, de los teléfonos que lo pibes y yo arrancábamos en papelitos cualquiera el sábado a la noche, surgía alguna minita para ir a tomar algo y, por ahí, terminar en casa. Los otros días, nos juntábamos a escuchar música y mirar tele, fumar unos puchos y escabiar unas cervezas que a algunos nos resultaban inconfesablemente amargas.
Betsabé tenía unos ojazos verdes, medio amarronados en los bordes de la pupila y algo achinados, altas pestañas súper delineadas, el pelo negro como un puma. Enseguida dejamos de bailar, nos acercamos sonriendo, nos abrazamos en medio de la pista mientras en los bafles saturaba Leo Mattiolli, y nos metimos la lengua uno adentro de la boca del otro como si chapar no implicase cualquier otra cosa que no sea la lengua con la otra lengua; nada que involucrase los labios, los dientes, las mejillas y quizás el resto de la cara. Después de apretujarnos y frotarnos un rato, me dijo vamos para allá, y caminamos buscando un rincón oscuro. Encontramos espacio entre la parte de atrás de un parlante y la cabina del disk jockey, me apoyé sobre la pared y ella se me puso encima. Olía bien, su pelo era muy lacio, pesado y suave, tan sedoso que parecía importado. Metí la mano por debajo del buzo y de la remera y le acaricié la espalda transpirada. Hizo lo mismo. Nos miramos, me sonrió arrugando la naricita, me dio un pico y me preguntó:
- ¿A qué colegio vas?
- No voy al colegio, me echaron.
- ¿Cómo que te echaron?
- Sí, vacié una Plasticola grande en la parte de arriba de las astas del ventilador de techo, y cuando el de matemáticas lo prendió, bañé a todo el curso. Me suspendieron tres días, y como ya no me quedaban faltas, me quedé libre. El año que viene me paso a la nocturna, es la segunda vez que repito.
- ¡No puede ser! ¿No te dejan dar las materias en febrero, aunque sea?
- ¡Que se vayan a cagar!
Sonreí como James Dean, orgulloso de mi estupidez autodestructiva, y la besé. Me dijo que cómo me iba a rendir, que podía estudiar para darlas, que con cuántas pasaba ¿con seis? que si era necesario ella me podía ayudar.
- Si según vos no es tan lejos Paternal de Belgrano.
Me contó que ella iba al Sagrado Corazón de Jesús, que además jugaba al Hockey, pero que le gustaba jugar al futbol, de cinco, que el viejo la había hecho de Defe. Que estaba entusiasmada porque al año siguiente se iba a ir de viaje de egresados a Bariloche, que el hermano de una de sus amigas les iba a conseguir pepa para llevar. Que iba a estudiar medicina, seguro. Hablamos de Gran Hermano y me dijo que su preferido era Gastón; su viejo había contratado Direct Tv y miraba el programa todo el día.
- ¿Qué hacés si no vas al colegio?
Me preguntó.
- A veces trabajo con un vecino que tiene camión, hacemos fletes.
- ¡Tenés músculos, entonces!
Me agarró los brazos. Seguimos hablando y chapando hasta que uno de mis amigos llegó diciendo que nos habían echado, que el gordo se había peleado con uno y que lo tiraron a la calle entre dos patovicas. Gordo gil.
- Esperá- me dijo Betsabé, se acercó a la cabina del disk jockey y le pidió un papel y una lapicera, anotó el teléfono de su casa y me lo dio- llamame así charlamos.
Nos despedimos con un beso y salí corriendo detrás de mi amigo. Era un boleto del colectivo 114 con números verdes y con un corazón en lugar de su nombre.
A la vuelta del boliche, en la calle, se había armado una ronda; de un lado, nosotros, del otro, los amigos del pibe que enfrentaba al gordo; en el medio, los peleadores. Nadie se metería, si alguno fuese a parar al piso todo se frenaría hasta que volviese a levantarse.
- ¡Mano a mano! ¡Mano a mano! ¡Mano a mano! ¡Mano a mano!
- ¡Dale, gordo!
- ¡Dale, Pitu, rómpele la cara!
- ¡Dale, puto, vení, la concha de tu madre!
Gritaba el gordo bailando como un boxeador y golpeándose el pecho como un gorila enjaulado, alternando una postura y la otra. Me gustaba verlo así, siempre hacía eso y yo lo admiraba.
Al parecer se empezaron a pelear adentro porque ellos eran de Pueyrredón y nosotros de Paternal y eso era imperdonable, y además el gordo rozó a la novia de uno de los pibes: ¿Qué me rozás? ¡Yo no te rocé! ¿Qué rozás a la pibita? ¿Qué me tocás, la concha de tu madre? ¿Qué te pasa, gil? Empujón, piña, patada, los patovicas agarrándolos del forro del culo y sacándolos a la calle para que se mataran afuera.
Voló el primer sopapo, de Pitu al gordo, el gordo se tiró para atrás y por suerte la esquivó, pero la gorrita se le cayó sobre los ojos; enseguida me metí y se la arrebaté, devolviéndole la visión. Estaba claro que ese Pitu no sabía pelear, era pura pose y tenía miedo; ponía los brazos a la altura del pecho, bien estirados, y la cabeza y el torso hacia atrás, como hacen la mayoría... ¡PLAFF! El gordo sí le acertó una piña en la mandíbula y el pendejito trastabilló y alguien lo sostuvo. Un amigo lo empujó de nuevo al centro. La pelea no duró mucho más; aprovechando el envión el gordo le tiró una volea como para clavar una pelota en una nube, y le dio en la rodilla izquierda; Pitu cayó al suelo y ahí se frenó todo. Pato y yo agarramos al gordo del pecho y la cintura y lo tiramos hacia atrás; y los amigos del pibe hicieron lo mismo, levantándolo en un grito. Nos volvimos a casa caminando, celebrando la hazaña.
Al otro día me desperté a las once de la mañana por culpa de mi vecino, que me tocaba el timbre. La ventana de mi cuarto daba a la calle, así que me levanté, me asomé y, de mala gana, pregunté quién era.
- Soy yo, me salió un viaje. A una amiga de mi mujer le regalaron una cama y un escritorio y lo quiere llevar a la casa.
- Es domingo.
- No rompás las pelotas, que no tenés un mango y yo tampoco.
- ¿A qué hora?
- A la tres.
- Bueno.
Me acosté y seguí durmiendo hasta las dos y media. Cuando me vestí, encontré en el jean el boleto con el teléfono de Betsabé anotado en verde. Me gustaba el verde, me gustaba su letra y me había gustado conocerla.
Hicimos el viaje tranqui. Era cerca y no había que subir ni bajar escaleras. Cargamos la cama, el colchón y el escritorio en diez minutos, viajamos media hora más, de vuelta, descargamos, y volví a casa con treinta pesos encima.
Cuando llegué, mi vieja ya había vuelto del trabajo. Estaba descansada, si el viejo que cuidaba dormía toda la noche, ella también podía dormir y era como si ganara plata sin laburar.
- ¿Querés unos mates y unos panqueques?
Me preguntó.
- ¿De dulce de leche?
- No hay dulce de leche, pero hay manzana, con azúcar.
La hija del viejo que cuidaba, por lo general le dejaba la plata de la semana los sábados a la noche, así que los domingos, mi vieja compraba gaseosa y cosas piolas para comer. Pero ese sábado no le había pagado.
- ¿No te pagó la hija del viejo?
- Me dejó dicho que me pagaba en la semana.
- ¡Qué hija de puta! Ahora vengo.
Me fui hasta el almacén y compré: una Coca, una leche, un Nesquik y un dulce de leche. Me quedaron unos pocos pesos de lo que había cobrado. A los panqueques no había que hacerlos porque mi vieja ya los tenía hechos, guardados para usar como moneda de cambio en los trueques que tocaran en la semana. Era un rebusque que se había instalado unos meses atrás como método de subsistencia ante la falta de guita de muchos. Era sencillo: nos reuníamos en clubes, patios de escuelas, plazas, e intercambiábamos productos y servicios por otros productos y servicios que necesitáramos: un par de zapatillas por dos botellas de aceite; una docena de empanadas por dos gaseosas y una leche; un corte de pelo por yogurt o pañales. No había efectivo ni tarjetas de crédito.
Dentro de ese contexto mi vieja se las había ingeniado para cambiar panqueques por lo que necesitáramos. Se había vuelto experta en prepararlos, le salían gruesos y consistentes aun reduciendo al máximo las proporciones de leche y huevo, que eran lo que más nos costaba. De un litro de leche, podía sacar una pila infinita de panqueques.
Por supuesto, siempre que iba, yo la acompañaba, aunque fuera de mala gana. El buzo que tenía puesto cuando conocí a Betsabé, lo había obtenido a cambio de tres docenas de panqueques, el reloj, lo había cambiado por un CD de Rata Blanca.
Esa tarde me atoré de panqueques de dulce de leche y chocolatada, y vimos La Vida Es Bella, que pasaron en Telefe. No cenamos. Ella se fue a dormir temprano y yo me fui a lo de Pato. Sentados en la puerta de su casa rememoramos las piñas de la noche anterior y hablamos de las minas que habíamos conocido.
- Estaba buena la pibita esa que te transaste.
Me dijo.
- Re linda piba.
- Alta cheta.
- Me dio el teléfono.
Saqué el boleto de colectivo con el número y el corazón, y se lo mostré a Pato.
- ¡Muy bien, guacho! ¿La vas traer al kiosquito a jugar al metegol con los pibes?
- La voy a llevar a tomar algo, pelotudo, para eso trabajo.
Pato encendió un cigarro. Lo que decíamos rebotaba por toda la cuadra y posiblemente por las cuadras siguientes. Era una calle oscura y rara vez pasaban autos. Solo un patrullero merodeaba cada tanto pero no nos molestaban porque ya nos conocían. Si no hacía mucho frío nos pasábamos las madrugadas ahí tirados. Me convidó un pucho.
- ¿Cuándo la vas a llamar?
- Mañana.
- ¡No la llames mañana! Hacete rogar. Llamala el martes.
- El miércoles.
- Bueno, el miércoles. Que espere.
Charlamos estupideces hasta que salió el sol y nos fuimos a dormir.
El martes siguiente, mientras estábamos en el kiosco, amontonados sobre el metegol, llegó uno de los pibes más grandes que paraban ahí y nos dijo que había estado por Pueyrredón y que había escuchado que, al gordo, el sábado en boliche se la iban a dar porque le había fracturado la rodilla al pibito y al parecer el hermano era pesado.
- ¡Que me vengan a buscar, putos de mierda!
Le respondió el gordo, y tuvimos tema de conversación durante toda la tarde.
- Tengan cuidado, pelotudos, se están peleando al pedo.
Al día siguiente tocaba ir al trueque con mi vieja, había que estar a las diez de la mañana; así que me hizo levantar a las ocho, tomamos unos mates y nos fuimos hasta Avenida San Martín a tomar el colectivo. Por suerte estaba vacío, porque íbamos bastante cargados. Además de varios bolsos con panqueques, llevamos unos monederos de plástico que estaban fallados y habían sobrado del negocio de la mina a la que mi vieja le limpiaba la casa dos veces por semana. Se los había regalado.
El lugar era un salón amplio y techado que quedaba sobre la Avenida Cabildo, al lado de una iglesia; quizás era parte. Mi vieja era creyente, pero a mí me daba siempre una mala sensación entrar a una. Siempre que se estaba ahí era porque se estaba sufriendo o se iba a buscar desesperadamente algo. Consuelo espiritual o el bolsón de comida que entregaba Cáritas y que muchos vecinos retirábamos avergonzados, una vez cada quince días.
Antes de que abrieran, tuvimos que hacer una fila en la puerta. Había caras conocidas: una señora que también iba con su hijo y que llevaban bolsas de consorcio, broches para colgar la ropa, escarbadientes, espirales para los mosquitos; su negocio era comprar paquetes armados y fraccionar. Un señor de bigotes hacía panes y churros. Su mujer intercambiaba tapas para empanadas. Había una hippie que llevaba libros; otro que llevaba CDs. Había lácteos y hasta uno que llevaba carne.
A los pocos minutos abrieron y entramos.
De los monederos no logramos cambiar ninguno, pero de todas las docenas de panqueques que llevamos, nos quedaron solo cinco. Nos fue bien. Nos trajimos: una botella de aceite, tres litros de leche, un kilo de azúcar, pan blanco, pan rallado, sobrecitos de jugo, carne, papas, batatas, zanahorias y una Coca Cola. Estábamos contentos. Habían sido dos horas aburridísimas, pero ya podía volver al barrio para ir al kiosco a ver a mis amigos. A mí me tocaba llevar el bolso con los panqueques restantes y la bolsa con milanesas de paleta y huesos de osobuco para un guiso.
- No revolees la bolsa.
Me advirtió mi vieja mientras poníamos un pie en la vereda llena de gente y yo hacía girar la bolsa como un gaucho con sus boleadoras.
- No pasa nada.
Ni bien dije eso, el fondo de la bolsa cedió y la carne y los huesos volaron por el aire como si una vaca hubiese explotado.
- ¡Noooooo!
Gritó mi vieja, y se tiró al piso. Yo dejé el bolso e hice lo mismo, buscando una bolsa vacía entre nuestras cosas para juntar ahí la comida. Algunos pedazos habían quedado lejos, así que gateamos para alcanzarlos. Muchos de los que pasaban nos miraban, aunque nadie frenaba. Algunas de las personas que salían del trueque comenzaron a ayudarnos. Mientras me estiraba para llegar a una milanesa que una señora había pateado sin darse cuenta, pispeé de reojo una mancha verde musgo que pasaba cerca de mí y se frenaba, levanté la vista; era Betsabé, que caminaba con quien posiblemente fuera su madre y, espantada, se detuvo para mirarme. Lo hacía como si me hubiese encontrado cagando en medio de la calle, riendo y masticando mi propia mierda. Llevaba puesto el uniforme del colegio privado, el pelo recogido. La mujer la agarraba del brazo y la obligaba a seguir, sin reparar ni en ella, ni en mí, ni en mi vieja. Fueron dos, tres segundos, pero a mí me pareció una eternidad. Yo también me quedé mirándola como si me hubiese encontrado cagando en medio de la calle.
- Vamos que no quiero llegar tarde.
La mujer pegó un tirón, pero no logró arrastrarla. Ella estaba tiesa. La mujer volvió a tirar y esta vez Betsabé cedió. A los pocos pasos se dio vuelta para mirarme de nuevo. Un hombre que no conocía y que no era del trueque me dijo:
- Pibe, allá tenés unos huesos.
Señalándome el cordón. Yo lo miré, miré su mano, miré el cordón y vi unos huesos que habían caído a la calle. Me arrastré hasta ellos y los guardé.
En el colectivo de vuelta a casa, mi vieja y yo casi no cruzamos palabras, estábamos exhaustos, como si fuésemos soldados después de una batalla. Pensé mucho en Betsabé y en que nunca me había sentido tan inferior a alguien. Saqué el boleto de colectivo que tenía su número y lo tiré por la ventanilla.
Cuando llegamos, mi vieja lavó los huesos y la carne y guardó todo en la heladera.
- A la noche voy a hacer milanesas, con puré.
Me dijo.
- Genial.
Le respondí yo, y me fui al kiosco, esperando que en cualquiera de los cajones de Quilmes que usábamos como bancos estuviese sentado alguno de mis amigos. Cuando llegué, el kiosco estaba cerrado. Golpeé la persiana, pero no atendió nadie. Toqué en la puerta de al lado, que era la de la casa del dueño del kiosco, pero tampoco. Pensé en ir a lo de Pato, pero enseguida vi que desde la esquina el verdulero me hacía señas. Me acerqué.
- ¿No te enteraste, pibe?
- No ¿De qué?
- A tu amigo, el gordo, parece que lo apuñalaron cuando salía de la casa. Lo llevaron al Tornú. Fue por una pelea.
No sé cuántas cuadras había hasta el hospital, pero las corrí desesperado. Cuando llegué, encontré a todos en la sala de espera llorando a los gritos.
FIN
Comments