Un universo que, lejos de invitarnos a soñar un mundo ideal, nos desnuda ante nuestra incapacidad de habitar la incertidumbre
Los autores
Andrés Manrique escribe sobre si mismo en la solapa de este libro:
Sentirme incómodo fue la norma de mi vida. Me llevó muchos años aprender a quererme. No encontraba el sentido de las cosas, y nada había despertado en mí verdadero interés. A los doce años alguien me reveló que, a través de la canción, de la palabra y de la imagen, podía hacer del mundo un lugar menos doloroso o, al menos, más tolerable. Hoy sé que la vida no es posible sino a partir de dosis variables de transformación. Que el encuentro, por el camino, nos convierta en lo que queremos.
Por su parte, Adriana Billone nos dice:
Hice cosas distintas a lo largo de los años, que no importa enumerar. Usé el ingenio y la persistencia. Tuve un poco de suerte. Eso me llevó a ser muchas personas. En estos días disfruto del silencio y la observación, entre otras cosas. Hace tiempo que me reservo el derecho al cambio y la invención como garantía del derecho a vivir. Estos seres son alter egos: una estrategia para agrandar el mundo. Una invitación a hacer lo mismo.
Dicen sobre SEA:
Edu Torre Obeid dice sobre SEA:
Los relatos aparecen como un compendio de sensaciones ante lo inevitable: el cambio. Para ello, los autores nos enfrentan a un universo que, lejos de invitarnos a soñar un mundo ideal, nos desnuda ante nuestra incapacidad de habitar la incertidumbre. Esta multitud de personajes que se entregan a su destino sin emitir juicio, nos posiciona en un limbo carente de cosmovisiones aceptadas, donde es posible desmoldarnos de la crisálida de arquetipos a los que estamos sometidos. Este libro es una trampa donde la mutación atraviesa a personajes y contexto. Una emboscada donde se comienza por mostrar lo que decía Heráclito: que la permanencia se sustenta en el cambio.
El cuento: "Por caminos de algas"
La vi sentada. Tenía una campera puesta y la cara húmeda. Un sol blando se metía entre las mesas. La oí suspirar. Me sentí suspirar. Observé cómo entrelazaba sus manos detrás del cuello y se empujaba hacia arriba las orejas inclinando la cabeza, como desajustándosela con la punta de los dedos. Permanecía con la cabeza gacha cuando vi unas burbujas saliendo de su boca. Vi cómo se deslizaban primero por sus pómulos para después desprenderse en el aire como esferas de humo espeso. Todo ocurrió muy rápido y con tal naturalidad que me dieron ganas de fumar, con esa misma sensación de cosa floja que se tiene al atardecer. Nadie más la vio. De las otras mesas llegaban las voces y el tintinear de tazas. Un alto camión de reparto se detuvo en la calle. El cambio en la luz modificó la escena. El mozo avanzó entre las mesas y, al pasar por la de ella, dejó caer la cuenta. Me quedé mirando inmóvil y temí que se diera cuenta cuando levantó la cara. Había esfuerzo en el gesto. Entre largos mechones de pelo negro, su mirada salpicaba destellos de plata. Hubiera querido acercarme, pero algo más fuerte me mantuvo quieto. De un solo gesto, como recién salida de otro tiempo, soltó las manos sobre la mesa, dejó caer el cuerpo y se desprendió del asiento. La tensión en la columna le enderezó la cabeza y pegó un coletazo que la hizo dar tres vueltas en el aire para hundirse al fondo del vaso de agua. El mozo se llevó el pocillo, la propina, las servilletas; acomodó como cosa entre las cosas el vaso que ahora flotaba en la bandeja. Cuando pasó hacia la cocina alcancé a verla de cerca: era diminuta y nadaba; llevaba la campera puesta. Era toda azul eléctrica.
Ahora, cada vez que abro la canilla para enjuagarme la cara espero verla aparecer en mi baño, treparse a la jabonera, asomar la mirada entre mechones negros: azul eléctrica, con destellos de plata.
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