Por Antonio Requeni
Conocí a Eugenio Montejo a finales de los años 70, cuando vino a Buenos Aires como representante de la editorial venezolana Monte Ávila, Lo visité en su oficina del barrio de Monserrat que había ocupado antes la editorial Paidós. Yo era entonces redactor de "La Prensa" y le propuse un reportaje para ese diario. Era un hombre joven (aún no tenía 40 años), delgado, de rostro cetrino y ademanes corteses. El reportaje apareció en 1979. Él había preferido que le dejara por escrito un cuestionario previo y lo respondió también por escrito a los pocos días. A mi pregunta acerca de las últimas tendencias del movimiento poético venezolano, respondió que no reconocía una poesía venezolana o mexicana diferente, por ejemplo, de la ecuatoriana o argentina. Creía en una perspectiva unificadora a través de la lengua, y más allá de las nacionalidades podían existir poetas venezolanos o argentinos que trabajaran en líneas comunes. "Hay familias poéticas, identidades verbales que no siempre coinciden con las demarcaciones geográficas", afirmó.
Ante mi preocupación por el destino de la poesía frente a la retracción del público lector y las condiciones poco favorables impuestas por la industria editorial, tuvo una contestación esperanzadora. Dijo: "La poesía existió mucho antes de la industria editorial, por lo tanto, los avatares de esta no le conciernen tan profundamente. La extinción del género solo será posible con la extinción del género humano".
Eugenio Montejo no era proclive al énfasis. Su presencia y su diálogo reflejaban una serenidad y profundidad de pensamiento que siempre consideré rasgos, también, de su obra poética. En las tres o cuatro veces que nos vimos (su función en la Argentina no duró mucho tiempo) intercambiamos libros de nuestras respectivas autorías. Va sin decir que yo salí ganando. "Algunas palabras" y "Terredad" fueron los libros que me obsequió, a los que se sumaría "Trópico absoluto", que me envió ya de regreso en su país. En aquellos libros pude comprobar que Montejo estaba en posesión de un estilo, de un tono ("le ton fait la chanson", dicen los franceses) que era el que mejor se adecuaba a su naturaleza de poeta sensual y reflexivo, refinado y sutil.
Nacido en Caracas y crecido en la Valencia venezolana, se lo veía lejos del "rencor de las ciudades" (como escribió en uno de sus poemas) y abierto a la verdad de la materia viva y encendida, al misterio de los ríos, los árboles, la luz y los cuerpos. Su poética revelaba una íntima y matizada red de sensaciones aliadas a una identificación con el espíritu y las formas de la tierra, a un sentido no rebelde sino, más bien, aprobatorio del mundo. Para mí, la poesía de Eugenio Montejo ubicaba a su autor entre los más importantes que se escribían en el orbe de nuestro idioma, y siempre lamenté que no se lo reconociera en su debida dimensión. Es probable que ahora que ha muerto, empiece a ser justipreciado como lo merece.
Texto extraído del n° 75 de la tercera época de la revista PROA.
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