"A mí, Ratucha no me parecía malo, pero era chico y por alguna razón me daba un poco de miedo"
Ratucha vivía a la vuelta de casa, sobre la avenida Eva Perón, frente al enorme descampado de "La Nechi". Lo recuerdo siempre con el torso desnudo y unas bermudas de jean cortadas. De alguna manera muy lejana, en algún lugar de mí memoria, se me viene a la mente la imagen de un joven Iván Noble, aunque sin facha, con pelo corto, raya al costado y mucho menos dinero.
A pesar de tener cerca de cuarenta años, Ratucha vivía con su mamá. Hacía todo tipo de changas por el barrio, y por lo general, se lo podía ver cortando el pasto en el jardín del frente de su casa.
De todas las historias que se entretejían a su alrededor, la que más me impactó fue la que decía que tenía como mascota un tigre. Muchos vecinos aseguraban que lo tenía encerrado en el patio trasero de la casa, otros juraban haber escuchado el rugir del animal, y algunos pocos afirman haberlo visto cuando le daba de comer.
Yo era conocido en el barrio como el hijo de Raúl, el dueño de la remisería “Ka-Di”, un nefasto nombre que a mi papá, falto de imaginación, se le vino a la mente a la hora de bautizar su negocio, Ka de Karina, mi hermana, y Di de Diego... o sea yo.
Si bien nunca intercambié palabra alguna con Ratucha, sabía de su existencia tanto como él de la mía. Varias veces cruzamos miradas, lo hicimos de forma distante pero respetuosa, como queriendo decir: “Se quien sos, pero no por eso voy a saludarte”.
Al que siempre saludaba era a mi papá, extrañamente para mí él solía decirle “Don Raúl”. Una tarde de verano en la que algunos de mis vecinos jugaban a la paleta en la calle, sobre una cancha dividida por las líneas del asfalto, Ratucha apareció como salido de un sauna. Tenía tres bolsas grandes de residuos con pasto, ramas y vaya a saber Dios qué otras cosas más. Llevaba una bolsa haciendo equilibro sobre su hombro derecho, y las dos restantes una en cada mano. Se paró a un costado de la cancha y se quedó mirando el partido, pensativo, como poseído. En la remisería el teléfono empezó a sonar, mi papá atendió y enseguida salió de casa para cumplir con su deber; es decir: llevar a alguna vieja del barrio a la estación de Villa Bosch, o a la plaza de San Martín, en el mejor de los casos.
De pronto el partido se vio interrumpido por la salida del Renault 19 bordó. Mi papá al ver a Ratucha parado y transpirando bajo el sol, se bajó del auto y le ofreció un vaso de agua fría: “Toma, Ratucha”, le dijo mientras extendía el brazo. Inmediatamente la mirada acusadora, casi de reto, de mi viejo, se posó sobre mí. Me reprochaba no haber sido yo quien que le ofreciera el vaso de agua.
Ratucha se lo tomó en dos sorbos y se lo entregó a mí a papá: “Gracias, Don Raúl”, le dijo, e inmediatamente levantó las bolsas y con un paso lento, pero seguro, dobló la esquina rumbo a su casa, desapareciendo.
Esa naturalidad con la que se comunicaban me parecía rara, porque más allá de todo lo que se decía sobre sus costumbres y formas, parecía entenderse con mi papá, esa cuestión de respeto mutuo, ese acercamiento.
A mí, Ratucha no me parecía malo, pero era chico y por alguna razón me daba un poco de miedo, no sabría bien el por qué.
El calor en el barrio se aguantaba escondiéndose del sol, y por eso durante la siesta nadie salía a la calle. Todos dormían, algunos por placer y otros por obligación, como en mi caso. Recién cuando el sol bajaba, a eso de las cinco o seis de la tarde, la cuadra comenzaba nuevamente a tomar vida. Los remiseros sacaban las sillas a la vereda y las acomodaban debajo del toldo del local buscando la tan ansiada sombra. Yo daba vueltas a toda velocidad corriendo entre mi casa, la remiseria y la calle. Cuando me cansaba, me sentaba en el cordón de la vereda, recuperando energías para volver a la carga.
Mientras iba y venía corriendo desde casa hasta la esquina, como un perro que estuvo todo el día encerrado, puede ver a Ratucha doblar por la Avenida Eva Perón. Venia directo a mí, directo a la remiseria. Esta vez llevaba un rodillo dentro de un balde vacío, y tenía la mayor parte del cuerpo salpicado de pintura blanca. Mi papá había salido con un viaje, y los demás remiseros no se percataban de su presencia, una vez más y como era costumbre en él, se quedó parado mirando fijo a la nada. Quizá haya sido el recuerdo de la mirada que mi papá me dirigió aquella vez, que hizo que entrara corriendo a la remiseria para servir aquel tan ansiado vaso de agua. Se lo di a Rubén, el del Fiat Duna color negro, mientras que con un movimiento de cabeza señalaba a Ratucha. Rubén extendió el brazo y con un simple “che”, le entrego el vaso. Yo observaba la escena desde la seguridad que me brindaba estar del otro lado del mostrador de la remiseria.
Sin decir palabra alguna, Ratucha tomó el agua, devolvió el vaso y se fue.
Ese verano fue insoportable, el calor ganaba protagonismo y las noches del barrio cambiaron el panorama desértico por unas veredas llenas de reposeras. Los vecinos aprovechaban para charlar y ponerse al día con los chismes mientras tomaban cerveza, bebidas frías, y en algunos, casos mate. Nosotros los chicos, pasamos de acostarnos temprano a correr por la calle debajo de la luna. La media noche era el momento en el que todos emprendían la retirada.
Mi hermana Karina trabajaba en una fábrica de reciclado de plástico que quedaba a unas cuadras de casa, aquella cercanía le daba la posibilidad no solo de venir a almorzar, sino también de dormir una pequeña siesta de veinte minutos. Comía ensalada o algún sándwich, algo rápido y que no sea pesado para poder dormir sin sobresaltos. Esa era su rutina, la mía era esperar a que se durmiera y entrar a la pieza para despertarla. Siempre que lo hacía se enojaba y empezaba a llamar a gritos a mamá, pero ante el primer amague, yo salía corriendo con dirección a la calle, y me escondía en la remiseria, detrás de los chóferes, debajo el mostrador o dentro del baño.
Una tarde en la que planeaba la huida, mi papá me frenó en la puerta de la remiseria, me dio un vaso con agua y me dijo: “Tomá, dale a Ratucha y deja dormir a tu hermana”, se metió dentro de casa y cerró la puerta. Ratucha me miraba con ojos cansados, como si le costara mantenerlos abiertos, como si aquella simple acción le llevase un gran esfuerzo. Lo miré sin decir nada y de a poco me fui acercando, hasta que tomé la distancia suficiente como para llegar con lo justo a entregarle el vaso. Como era costumbre en él, lo bebió casi de inmediato, me lo devolvió y por primera vez me habló. No recuerdo bien qué fue lo que dijo, porque a pesar de estar atento no llegue a entenderlo, opté por el silencio, después de todo no sabía si tenía que contestar algo o no; de cualquier forma, ante la duda siempre es mejor quedarse callado. Los días sin la escuela nunca eran aburridos, siempre había algo para hacer. Las mañanas eran para acompañar a mi mamá a comprar al almacén de Gladys. Si bien quedaba a la vuelta de casa tardábamos mucho en ir y volver porque era la única oportunidad de mi mamá para hacer sociales con los vecinos del barrio, así que cada dos pasos había alguien con quien pararse a charlar. En el almacén, Mercedes, la hija de la dueña, que oficiaba de cajera, me regalaba caramelos, así que el momento de pagar, que era el peor para mi mamá, era el mejor para mí. Me regalaba caramelos masticables de fruta, o algún chupetín de Coca. Yo respondía a estos regalos con un respetuoso “gracias”. No había ocasión en que Mercedes no me regalase, le gustaba ver mi cara de sorpresa. Teníamos un acuerdo tácito, en donde ella intentaba sorprenderme haciendo siempre lo mismo y yo me sorprendía sabiendo que nunca faltaban las golosinas; ganábamos todos.
Ese día a mi mamá se le ocurrió cocinar un pastel de papas para el almuerzo, así que también la acompañé a la carnicería del Tano. Mientras esperábamos nuestro turno, me acerqué a la ventana para conocer la nueva verdulería que estaba en frente, y para mi sorpresa vi a Ratucha sentado sobre una pequeña montaña de tierra detrás de unos arbustos. Tenía unos rodillos y un balde de pintura, se lo notaba cansado, refunfuñaba por lo bajo mientras se limpiaba con su antebrazo la transpiración de la frente. Parado junto a él estaba el dueño de la verdulería, con una jarra de jugo y un pedazo de cinta de papel pegado en la frente. Cuando llegó nuestro turno, mi mamá pidió carne picada, pagamos y salimos.
Después del almuerzo llegaba la bendita siesta. Todos dormían en casa y yo me aburría mirando el techo o imaginando cosas hasta que se hicieran las cinco, hora en la que ya podía salir.
Era mi última semana de vacaciones y mi hermana había cobrado, así que me compro un naranjin, un jugo de naranja que venía en un envase redondo de plástico transparente y tenía un piquito que había que cortar para poder tomarlo. Como no quería terminármelo en el día, tomaba solo la mitad, después llenaba el resto con agua y lo guardaba en congelador.
Esa tarde mi mamá se cansó de retarme, porque iba a la heladera cada diez minutos para ver si ya podía sacar mi naranjin congelado. Finalmente después de más de cinco incursiones a la cocina, estaba listo.
Cerca de las siete de la tarde, Karina se iba al centro de San Martín a comprarse ropa, así que aproveché para acompañarla a la parada del colectivo. El 252 pasaba justo por la esquina de casa. Le insistí a mi mamá para que me dejará ir con ella hasta la parada, argumenté que desde la puerta de casa podía verme volver cuando Karina tomara el colectivo. Al principio no le pareció buena idea, pero como Marta, la vecina de la casa de al lado estaba en la vereda cortando el pasto, aprovecho para quedarse a charlar.
Mientras esperábamos en colectivo, mi hermana me explicaba por enésima vez que la siesta de veinte minutos era súper importante para ella, que la cargaba de pilas para poder seguir con el tirón hasta las seis, que era cuando salía de la fábrica. Me dijo que si la dejaba dormir me iba a regalar una latita de gaseosa, y que cuando me la tomara me iba a enseñar a raspar el frente de la lata contra el cordón de la vereda para convertirla en un vaso.
Mientras me explicaba todas estas cosas, vi cómo Ratucha se acercaba. En menos de un minutos iba a pasar por nuestro lado, cuando Karina lo vio me dijo: “vení para acá”, y me agarró de la mano. El colectivo llegó y mi hermana se despidió. Antes de subir, con el brazo, le hizo un gesto a mi mamá para que controle mi regreso a casa. Crucé la calle corriendo, salté por encima del pasto que estaba cortando Marta y cuando llegué a la remisería casi me choco con Ratucha, que estaba parado, estático, en medio del local.
No había nadie, pero a él parecía no importarle. Nos miramos y por primera vez dejé de sentir miedo. Entré al negocio, cargué un vaso con agua y se lo di. Se lo tomó de un saque y me lo devolvió, luego sonrió y me saludó con un apretón de manos.
De pronto me sentí un hombre, como mi papá. Los hombres se saludaban así, con un apretón de manos, como lo hicimos con Ratucha. De hecho, para él ya no era más “Dieguito” el hijo de Raúl, ahora era un hombre como cualquier otro, un hombre que saluda a sus pares con un fuerte apretón de manos.
Durante el transcurso de los últimos días de vacaciones, recuerdo haberle alcanzado unas dos o tres veces más un vaso con agua. El apretón de manos ya no me sorprendía, todo lo contrario, después de aquel primer saludo no esperaría jamás otra cosa.
Aproveché los últimos días de descanso escolar para hacerle compañía en el almuerzo a mi hermana, y cuando se iba dormir corría a la remisería para decirles a todos que no hicieran ruido. Incluso una tarde se me ocurrió que lo mejor que podía hacer para ayudar a mi hermana a dormir tranquila era desconectar el teléfono de la remisería, así me aseguraba de que nada se interponga entre ella y su descanso.
Cuando mi papá se dio cuenta, me prohibió volver a entrar en local sin su presencia. Me pasé el resto de las tardes sentado en el cordón de la vereda, mirando como los remiseros tomaban mate y jugaban al truco.
Una tarde de esas en que el calor no daba tregua, Ratucha volvió a aparecer por la remisería. Como mi papá y Rubén estaban de viaje, y el castigo que me habían impuesto me prohibía ingresar al local, le di a Ratucha mi narajin, estaba medio vacío, pero súper frio, se lo alcance y le dije: “quédatelo, mi hermana me va a regalar una latita de gaseosa y me va a enseñar a hacer un vaso”. Ratucha comenzó a indagar en el bolsillo trasero de su bermuda de jean. Como siguiendo un ritual, sacó un viejo y casi vacío rollo de cinta de papel, corto un pedazo y me lo pego en la frente con un cuidado digno de un cirujano en el quirófano.
- No te lo saques- me dijo- así distingo quienes son mis amigos.
Luego se fue. Pasó la semana en la que cumplí, a rajatabla, la promesa que le había hecho a mi hermana. Karina me regalo una latita de Crush e hicimos el vaso utilizando su técnica del cordón. Cuando le sacamos la tapa, la lavé y guardé en la alacena de la remisería, para mostrárselo a Ratucha.
Ese día Raúl quería comer milanesas en la cena, así que acompañé a mi mamá a la carnicería. Mientras cruzábamos la avenida, pude ver un amontonamiento de gente en la verdulería del frente de la carnicería del Tano. Mi mamá compró las milanesas, y cuando le contaron lo que había pasado, salimos casi a las corridas del lugar.
Esperé a Ratucha toda la tarde, con la cinta de papel pegada en la frente para mostrarle como había quedado mi nuevo vaso, pero nunca apareció, ni esa tarde ni ninguna otra.
Durante la cena, mi papá le contó a mi mamá que el rumor era que Ratucha estaba tirando abajo una pared del fondo de la verdulería con una maza, y que uno de esos mazazos cortó unos cables de luz...
No me animé a preguntar nada, ni esa noche ni ninguna otra, y no sé si en aquel momento entendía bien de que se trataba todo.
Hasta el día hoy nunca pude saber si la historia del tigre era real, ni tampoco si mi papá tuvo alguna vez un pedazo de cinta de papel pegado en su frente; solo sé que no volví a ver más a Ratucha, que jamás volví a escuchar que le dijeran a mi papá "Don Raúl" y mucho menos que alguien tuviese un sistema tan perfecto para identificar a sus amigos
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