Roberto Alifano, el amigo, asistente y discípulo de Borges, presenta su nuevo libro; una selección de escritos publicados en El Imparcial de Madrid.
Acompañando siempre a primeras figuras de la literatura, como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo, Octavio Paz, Nicanor Parra y Camilo José Cela entre otros, Roberto Alifano viene dejando un afectuoso y entrañable testimonio de esas relaciones.
Poeta y narrador, ensayistas y articulista, hoy es una de las principales figuras testimoniales de la literatura contemporánea. Este libro contiene una selección de escritos publicados en El Imparcial de Madrid y abarcan diversos temas que van desde la amistad a la crítica y del mundo político al cultural. “Estos textos –señala Alifano-, que aspiran ser un poco más que periodísticos, pese a una aparente dispersión, tienen lo que yo llamaría una unidad contradictoria que intenta reflejar la realidad en movimiento de nuestra agitada época, que no es sino un reflejo de lo que somos. Son fragmentarios y forman lo que se me ocurre, un círculo disperso. Están escritos bajo los límites que impone la crónica periodística; que, como diría Borges en tono de broma, se parece peligrosamente a la literatura. Apuesto, sin embargo, que a pesar de la variedad de temas que abarcan, se vean como una unidad.”
En los casi 30 artículos que componen El Círculo Disperso aparecen personalidades como Dalí, Grahan Green, Quevedo, Gardel, Kafka, Neruda, Picaso, García Lorca... Entre muchos.
A modo de adelanto, compartimos dos fragmentos:
Graham Green, como caído del cielo
El hecho ocurrió a principios de la década del setenta. Yo debí reclamar, en el aeropuerto de Pudahuel, un material periodístico llegado de Buenos Aires que esperaba con cierta urgencia y creí perdido. Por suerte, después de un largo peregrinar por varias oficinas, me fue entregado. Ese rescate, quizá menos importante que épico, a tantos años de distancia, confieso que me perfuma el alma al evocarlo. Era el mes de septiembre, vísperas de mi cumpleaños y lo considero como un precioso regalo de la vida.
Ya me disponía a partir del aeropuerto, cuando descubrí a un hombre alto y corpulento, algo encorvado por los años, con aspecto de viejo marino, que esperaba su turno para que los funcionarios de la aduana aprobaran el paso de su maleta. Vestía una camisa caribeña con juveniles flores verdes y rojas, bastante llamativa, y sus ojos, dos liebres pequeñitas, intensamente azules, discurrían atentos de un sitio a otro en busca de ayuda. Lo hacía como el personaje de su novela El agente confidencial. Estaba solo y al parecer nadie lo esperaba. Obviamente, no me costó reconocerlo y al acercarme, venciendo mi timidez, no pude menos que exclamar:
“¡Graham Green! ¿Are you, Graham Green?”, sonrió secamente y asintió con un movimiento de cabeza, tendiendo su mano, y apretando la mía con firmeza.
Las locuras no tan locas de Dalí
Tuve la oportunidad de conocer a don Salvador en Cadaqués, el pequeño pueblo pesquero de Cataluña, que ha crecido de cara al Mediterráneo y prácticamente separado, por tierra, del resto del Ampurdán. Allí, diseñó su residencia, con un huevo como símbolo, y hasta allí llegué yo una helada mañana para conversar con él; mejor dicho, hasta allí llegué para escucharlo porque el elocuente maestro no dejaba hablar a nadie, y menos a mí que era un intrépido y desconocido periodista que se atrevía a entrevistarlo.
Recuerdo que su secretario me abrió la puerta y al transponerla, Dalí se apareció como una alucinación, exclamando con su viva voz menos grave que impostada:
“¡Viva el rey de España, protector y amo de estas tierras que le han sido otorgadas por la gracia divina de Dios nuestro Señor, amén!”.
Acto seguido, se enderezó ampulosamente los bigotes y me propuso probar las deliciosas anchoas de Cadaqués, acompañadas con un vaso de agua. Casi enseguida, llegaron unos alemanes para comprarle obras y no me llevó más el apunte. Me fui resignado comprobando que aquel apodo de André Breton: “Avida dollars”, era cierto; en especial, si se trataba del vil metal del color que fuera. Eso hacía que don Salvador ignorara todo lo demás.
Me alojé en un hotelucho o flophouse de la bahía y, al otro día, insistí con mi entrevista. Fui recibido, aunque no en exclusivo, y pude escuchar su perorata por más de tres horas. Yo, apenas, pude responder con unos discretos silencios asintiendo con la cabeza.
“Me han dicho que usted es paraguayo”, disparó, mirándome de reojo desde su pedestal. “No, maestro –respondí–. Soy argentino”.
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