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"Turismo intergaláctico", un cuento de Miguel de Loyola



En la pantalla aparecieron varios terrícolas circulando por un centro comercial como animales salvajes, tropezando unos con otros. Sus rostros denotaban ansiedad, desencanto eterno


—El planeta que aparece a continuación en sus pantallas se llama tierra. Sus habitantes son llamados terrícolas. Se caracterizan por ser individuos infelices, —comentó el comandante de la nave a través del circuito de comunicación.


—¿Infelices? —Preguntó asombrado el pasajero número 41 de la nave intergaláctica procedente de Carlo Magno, un planeta autónomo de la galaxia Andrómeda II.

El piloto respondió al instante: afirmativo. Infelices, repitió. Nunca están felices. No se conforman con nada.


La nave de turismo viajaba en dirección a la galaxia Orígenes, donde los planetas circulaban en forma errática, sin órbitas precisas, pero sin colisionar jamás entre ellos dentro de una bóveda espacial color granate. Se trataba de un viaje de turismo intergaláctico bastante común, lo hacían cientos de naves espaciales provenientes de las más diversos rincones del universo.

—Es extraño, —dijo el primer pasajero que reaccionó al comentario del comandante de la nave—. Es muy extraño que estando vivos sean seres infelices.


—Así es, —respondió la voz del oficial—, un fenómeno muy extraño. Miren, ahora pueden ver en sus pantallas el aspecto físico de los terrícolas, verán que no es muy distinto al nuestro. Tienen cabeza calva, ojos, cejas, pestañas, boca, nariz, orejas, piernas, brazos…


En la pantalla aparecieron varios terrícolas circulando por un centro comercial como animales salvajes, tropezando unos con otros. Sus rostros denotaban ansiedad, desencanto eterno, a juicio de los pasajeros.


—¡Tienen la piel más oscura que nosotros! —Exclamó espantado el pasajero 309 tras constatar el hecho.


Los pasajeros comenzaron a murmurar entre ellos, preguntándose qué clase de enfermedad padecerían aquellos seres. Algunos activaron sus procesadores para buscar respuestas inmediatas, mientras otros optaron por dormir desplegando sus cápsulas en posición vertical para colgarse como murciélagos durante un rato, olvidándose del tema.


—Viven muy poco, —agregó el Comandante al rato después—. Tal vez sea la causa principal de su infelicidad. Los terrícolas no viven más de cien años.


—¿Mueren, entonces? —Preguntó asombrado otro de los pasajeros.


—Si. Se mueren, pero aún así pierden su tiempo mientras viven.


—O sea su estado de evolución es mínimo. Viven en un estado primario, —concluyó el pasajero 121.


—Por supuesto. Su cerebro no se ha desarrollado más que en un 5%.


—¡Guau!, —gritó el pasajero 77 saltando de su butaca hasta topar el techo abovedado de la nave—. Son prácticamente animales, entonces. Quizá ladran…


—En términos exactos no, pero evolucionan muy lentamente. Suelen quedarse pegados al pasado. Su cerebro no fluye, lo atascan ideas caducas. —Aclaró el piloto, no ven más allá de sus narices.


—Aquí explican que se dejan conducir en rebaños, y por eso no evolucionan como los seres libre pensantes, —comentó el pasajero 121, después de revisar en su procesador la historia completa del planeta en menos de treinta segundos.


—Interesante, —dijo el piloto—. Eso no lo sabía. Las veces que paso por aquí me limito a informar las cuestiones mínimas frente a los planetas que vamos cruzando en nuestro viaje a Orígenes. Así los pasajeros se hacen una idea de los distintos rincones del universo. En todo caso, este es un sitio bastante olvidado, de poco interés para el turismo, dado su grado de retraso.


—¿Y ninguna nave intergaláctica se ha detenido en dicho planeta? —Preguntó otra vez el pasajero número uno.


—A muy pocas le ha interesado un planeta tan retrasado en medio de este universo en evolución constante. Su grado de evolución, como ya se dijo, es básica. Además, viven en guerra permanente entre ellos mismos la mitad de su vida. Son seres peligrosos, agresivos.

—¿Y nadie los ayuda? —Preguntó la pasajera número noventa y cinco, con un tono de voz bastante más atractivo que las otras, musical y acogedor.


—Lo han intentado algunos, pero sin resultados, —contestó al vuelo el pasajero 121 que manejaba un procesador más avanzado en su cerebro. No se dejan ayudar, agregó después. Padecen una serie de patologías mentales: egoísmo, orgullo, envidia, egolatría…


­—Jajajajajajajaja, —rieron en masa los cuatrocientos cincuenta pasajeros de la nave intergaláctica que en ese momento estaban despiertos.


—Vanidad, soberbia, hipocresía, —agregó el 201, ubicado en una de las alas laterales de la nave, haciendo una mueca burlona que volvió a hacer reír al resto de los viajeros.


—Sí, también algunos se creen dioses: El rebaño los convierte en algo parecido, —agregó la pasajera 140.


—No valen la pena detenerse entonces, —concluyó el pasajero 201—. A quien podría interesarle un planeta donde sus habitantes padecen tales enfermedades. Están condenados a seguir sufriendo, porque además son enfermedades contagiosas…


En ese momento las pantallas cambiaron de imagen, enseñando el planeta siguiente, perteneciente a otro sistema.


—Ahora pasamos frente a St. Patrik, —anunció el comandante—. Un planeta en evolución permanente. Es la antítesis del que acabamos de dejar atrás. Se dice que es uno de los más avanzados del universo.


—Vaya, qué interesante, —comentó el pasajero 55, y otros tantos que volvieron sus butacas a la posición horizontal tras oír aquel comentario.

***

Miguel de Loyola – Cuento inédito – 2020


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