El tiempo de la duda, sin duda, es el territorio donde habita agazapado el miedo
Hieronymus Bosch, pintor flamenco conocido como El Bosco, una mañana, de un día, del siglo XVI, bebe agua. La suplicante llamarada que fluye de su interior, necesitaría de un océano para apagarse. La bebida no ha podido ahogar sus pesadillas nocturnas.
Bebe agua, y en el fondo del vaso, cree ver pintado los ojos de un búho que le recuerdan a su padre y la fuerza de sus profecías, las aves que ven de noche son sagradas.
El espejo, cruel retrato, lo sacude, se acerca a la pintura, con un gesto audaz, toma el pincel y estampa su firma y el nombre de la obra en la tela, La nave de los locos.
Esa firma y el contenido del cuadro, lo llevaran a ser excomulgado y perseguido, marginado a la soledad, mendigando caricias de dedos gastados en prostíbulos de mala muerte. Esa noche, los lobos no regresan.
En La Nave de los Locos, está la verdad a destiempo, la anticipación del artista, mostrando el reverso, lo que se oculta en la entretela del comienzo de la Edad Moderna. La nave no tiene proa ni popa, nadie sabe su rumbo y su palo mayor es un árbol donde se oculta lo ominoso.
Es la modernidad que alumbra, sustentada en varios acontecimientos históricos, únicos e irrepetibles. El descubrimiento de América, la invención de la imprenta de Gutenberg, el Renacimiento Italiano y el triunfo de la razón sobre las ciencias.
El mundo actual intenta llevarnos a navegar en la misma nave, un barco sin proa y sin popa, sin brújula, sin estrellas, sin rumbo y sin destino aparente, para nosotros. Las llamados certezas paradigmáticas universales, donde giran los acuerdos básicos, han empezado a girar, el mundo empieza a inclinarse sobre su eje en busca de la luz o de la oscuridad. El tiempo lo dirá.
La posmodernidad líquida, llamada así por el sociólogo Zygmunt Bauman, surge a partir de los años ‘60, con la aparición del mundo plástico, cuyo eje gira en tres dimensiones, ancho, alto y largo de una tarjeta de crédito, entronizando a nuevos dioses, al consumismo y el individualismo, abandonando las utopías de un mundo mejor en pos de vivir el presente.
Este movimiento, fue acompañado por uno de los artilugios mejor diseñados y engañosos, la globalización, que fuera presentada en su momento, como la nueva Revolución Francesa.
La misma, diseñada de espaldas a la línea del tiempo histórico, trató a las identidades étnicas, religiosas y culturales, con las reglas del mercado de consumo, forzando a establecer una identidad global de integración, que privilegiara lo individual sobre el conjunto, y la razón sobre la fe.
Un estrepitoso fracaso fue el resultado, el renacimiento de los nacionalismos e identidades, religiosas e históricas, sus luchas y sus guerras, están actualmente en su mayor expresión.
Nunca supieron que en África, cuando muere un anciano, dice el saber popular, se ha quemado una biblioteca. Desarrollaron otro teorema, los ancianos son un gasto social. Deberíamos, entonces, ponernos de acuerdo, la pandemia no es el resultado de un mal experimento, es una conclusión que hay que interpretar.
Es el tiempo de la duda, que trata de desplazar al tiempo de las certezas. Si pensáramos a este virus como un misil disparado desde sombras chinescas, el mismo posee una carga biológica y otra ideológica.
De la primera conocemos su efecto letal, sin arrepentimiento y sin culpa. La carga ideológica, en cambio, apunta al corazón del equilibrio psíquico, que son las certezas, arquitectura cerebral de la evolución humana, que nos permitió ir, desde el fuego, primera certeza que ahuyentaba al miedo, a las creencias, la fe y las religiones.
Los sembradores de dudas funcionan como mundos espejados que devuelven imágenes distorsionadas de lo que necesitamos, y son poderosos. Ese enemigo desconocido, engendrado en la ambición patológica y mesiánica del hombre, es una costilla defectuosa de nuestro cuerpo.
El tiempo de la duda, sin duda, es el territorio donde habita agazapado el miedo, paraliza, destruye y genera vínculos de dependencia temerosa, cumple su cometido final y se abraza al éxito, cuando destruye la esperanza.
Maltrecha palabra, usada procazmente, obligada a ocupar lugares en discursos vacíos, superficiales, sin conocer que esa palabra, que describe un intento poderoso de cumplir con los sueños de la infancia, un deseo de intentar ser lo que uno desea ser, es el vuelo de la libertad y es la nave del coraje de nuestros designios, a la que nunca debemos renunciar.
Es esa misma duda la que puede ser un antídoto, en la medida que podamos transformarla en duda filosófica; aceptar la duda como ignorancia, en el sentido estricto del vocablo ignorare, no saber, para transformarla en fuente de conocimiento.
Creo, a mi entender, que estamos en un final y un comienzo de época, ante un mundo desorientado e incierto, que, si lo tratáramos al mismo, como un paciente, deberíamos estar atentos a sus actos fallidos, para saber sus verdaderas intenciones.
El éxodo Kabul, parece ser una prueba evidente y un acto fallido de lo que proponen. Un poderoso avión que despega y una multitud que trata de subirse, a pesar del alto precio que tiene intentarlo, pagar con su vida.
Ese avión, que representa simbólicamente el mundo de la educación, la salud, el conocimiento y las oportunidades, no es ni será para todos, solo tendrán un lugar privilegiado en ese mundo, los que no dudan y pregonan que nada hay para cambiar.
Sin embargo, hay otro avión poderoso que está en marcha, tiene la forma de un pájaro, vuela alto y lo construyen los anónimos, los humildes, los olvidados, con lápices, cuadernos, ladrillos, libros, semillas, y con la decisión de proteger a esa iluminada gota de sangre de todos los colores, razas y credos, que corre tumultuosa e impredecible por nuestras vidas.
En este avión, hay asientos para toda la humanidad.
Nota publicada en clarin.com
Ernesto Fernández Nuñez es psicoanalista y escritor. Vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE)
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