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Leé "Made in Hollywood", jazz, amor y desesperanza en un cuento de Santiago Cánepa


Chris Bair By Unplash

Tomó su sombrero, unos lentes de sol, el paño verde que usaba para envolver su trompeta y salió del cuarto tapándose la cara como un bandido del lejano oeste. Al verse en el espejo del ascensor se encontró ridículo, aunque prefería eso a volver a sonreír sin un diente


Santiago Cánepa nació en Buenos Aires en octubre de 1985. En el año 2007 publicó Una galera y un libro para Fernando Salvatierra, un libro de cuentos. Lo siguió Coger y contarlo, una novela que comenzó como un blog y que encontró miles de lectores en las redes sociales. Gracias al aporte de estos, el libro fue publicado en formato físico en el año 2015. Desde entonces, y gracias a la experiencia adquirida en la promoción y difusión de la novela, Cánepa se dedica a la comunicación digital, además de dictar talleres y charlas sobre escritura. Cosas mejores que estas es su tercer libro.


RESEÑA


En los diez cuentos que conforman Cosas mejores que estas, el amor, el sexo y la violencia son solo el cartel de neón que marca el descenso a un universo más oscuro y desolado. Donde las ilusiones y las caras se rompen, las familias fingen y el dinero no alcanza. Donde las pantorrillas duelen y los penes no siempre se paran.


Con humor y dureza por igual, Santiago Cánepa retoma el singular universo de Coger y contarlo pero lo lleva al extremo valiéndose de un estilo crudo, preciso y cotidiano, absolutamente realista, consiguiendo así una prosa arrolladora.


Un pibe que se arrastra por el suelo buscando comida mientras renuncia al amor; un tipo que necesita, a toda costa, saber si ese escritor famoso se acostó con su mujer; un perro viejo que vuelve a ser joven por un momento de placer; el trágico debut sexual de un nene de trece años; son solo algunas de las historias que componen este libro frenético y de ritmo imparable.


Santiago Cánepa narra estas historias desgraciadas sin adornos y con honestidad brutal, consiguiendo que Cosas mejores que estas sea un libro difícil de quitar, tanto de la mente como del cuerpo del lector.



MADE IN HOLLYWOOD


Apenas le avisaron que el servicio al cuarto demoraría un poco más, William decidió darse una ducha rápida. Acabó de limpiar su trompeta y la guardó en el estuche envolviéndola en un paño verde. Se desnudó y se metió al baño.


No era un mal hotel, aunque tampoco era lujoso. Era apenas modesto y limpio. Había una tv color de catorce pulgadas con algunos canales deportivos, comida decente, toallas aseadas y perfumadas. Y lo mejor era que quedaba a sólo tres calles del lugar donde daba sus conciertos. Le quedaba una noche más en aquella ciudad antes de viajar al siguiente punto de la gira. La primera velada había sido estupenda y eso modificaba su perspectiva respecto a todo. No esperaba menos de la segunda.


Le iba bien pese a que era el año 93 y que el tipo de jazz que él tocaba había pasado de moda. De todos modos, convocaba a sus shows cada vez más personas y su disco debut, Bum Baby Baby Bum, poco a poco comenzaba a venderse. Estaba convencido de que, aquello que era artísticamente bueno, trascendería modas, fronteras y tiempo. Y su jazz era bueno, aunque sonara demasiado clásico y poco arriesgado para alguna parte de la prensa.


Terminó de ducharse y salió del baño envuelto en una bata color crema. Telefoneó a su representante.


- Hola, Mike.

- ¡Dios santo, William, hace días que no sé nada de ti!

Era típico de Mike sonar como su madre.

- He estado bastante ocupado.

- ¿Qué tal ha salido tu show? Cuéntame.

- Realmente muy bien, se acercaron unas ochenta personas a verme, algunos compraron mi disco.

- ¡Oh! ¡Eso es maravilloso, William, me...!

- ¡Lo es! De hecho, al final del show, conocí a una chica muy bonita. Una periodista de la revista Rolling Stone.

- ¿De la Rolling Stone?

- Sí, de la Rolling Stone. Se llama Margaret.

Mientras lo decía, William sonreía e inflaba el pecho mirándose en el reflejo del televisor apagado. Se veía bien. El pelo revuelto aun mojado. La bata algo abierta.

- ¿Y qué quería?

- Me ha dicho que está en California de vacaciones, que entró al bar cuando yo tocaba los últimos temas…

- ¡Oh, esos últimos temas de tu repertorio, William…!


William se había acercado al televisor, se había me metido los dedos en la boca estirándose los labios para verse el implante dental que se había realizado días atrás en el punto anterior de la gira. No era el mejor y más realista diente de porcelana, pero servía para tapar la ausencia del verdadero. Además, lo que había pagado por él había sido muy conveniente.


- También me dijo que el sonido de mi trompeta la había electrizado.

- ¿Electrizado?

- Sí, electrizado.

- ¿Eso dijo?

- Eso mismo.

- Suena raro.

- ¿Qué tiene de rara la electricidad?

- Nada, pero no me parece una palabra que vaya a salir de la boca de una periodista de la Rolling Stone.

- Tocaron la puerta.

- No me cortes, Mike, voy a recibir mi cena, enseguida regreso.

No esperó a que su interlocutor le respondiera. Dejó el tubo del teléfono sobre la mesa de noche y fue hacia la puerta. Abrió.

- Disculpe la tardanza, señor Ramírez.

- No hay ningún problema, chico.


Era un muchacho desgarbado. Tenía el pelo rubio y corto como un marine. El ridículo gorro de pana azul que le hacían usar en el hotel le quedaba grande y se le caía. Lo mismo que la chaqueta.


- Aquí está su pedido.

Era una hamburguesa con papas fritas y una botella de cerveza fría. Le dio un billete de cinco dólares al chico.

- Oh, muchas gracias.

Sonrió el muchacho, mostrando unos dientes blancos y parejos.

- No hay de qué, muchacho.


Si bien hacía algunos años que sus ingresos provenían exclusivamente de la música, recordaba bien su época de camarero en New York y lo mucho que mejoraba su día cuando algún comensal le dejaba una propina generosa. No le sobraba el dinero, pero estaba seguro de que lo que daba regresaría. Cerró la puerta y volvió al teléfono.

- Aquí estoy.

- Pensé que te habías olvidado de mí, William.

El olor a papas fritas lo hizo sentir vivo.

- Sabes que jamás haría eso, Mike.

- Lo sé… Sígueme contando de la periodista.

- ¿Cómo está tu esposa?

- Oh, Linda ha mejorado mucho. Los médicos han dicho que debe reposar unos días, pero pronto volverá a caminar… Cuéntame de la muchacha de la Rolling Stone; una nota allí nos beneficiaría mucho.

- ¡Ya lo creo que sí!


Acomodó la bandeja de comida sobre la cama. Encendió la tele y bajó por completo el volumen. En el canal deportivo, dos muchachos negros daban vueltas sobre el cuadrilátero sin tirar un solo golpe. Era el tercer round.


- Hemos quedado para mañana, luego del show. De hecho, quiere entrevistarme. Le he regalado una copia de mi disco con la promesa de que lo escuchara.

- Eso es muy bueno, William. ¿Es bonita?

- Oh, sí que lo es.

- Debes tener cuidado en todo lo que dices. Es una revista muy importante.

- Tendré sumo cuidado, Mike, te lo prometo… Aunque intuyo que podré liberarme con ella. Parecía una persona muy relajada.

- Los periodistas son gente muy extraña, nunca se relajan.

- Esta chica no parecía de esa clase…

- Te lo digo por experiencia, muchacho. Hará que digas lo que a ella le conviene que digas.

- Tendré mucho cuidado, Mike, te lo prometo.

Conversaron un rato más y quedaron en que volverían a hablar al día siguiente, luego del show.


Ni bien colgó el teléfono William se sentó en la cama, descansando el peso de su espalda sobre unas almohadas. Estaba cómodo y necesitaba recuperarse. Le vendría bien una cena calórica. Subió el volumen de la tv y se concentró en la pelea. No conocía a ninguno de los dos boxeadores, pero una velada pugilística desde la cama, con algo de cerveza y comida chatarra, lo colmaba de un entusiasmo infantil.


El primer bocado de aquella hamburguesa lo conmovió de forma tan cabal que por primera vez en el día tomó conciencia de que no comía desde la mañana. Últimamente le sucedía. Las presentaciones en vivo le cerraban el estómago y muchas veces debía obligarse a comer. Mike se lo recordaba siempre.


Había ingerido poco más de media hamburguesa cuando notó, con la punta de lengua, la ausencia de su implante: donde debía haber un diente de porcelana había un hueco. Un frío fatal le subió por espalda. Lo primero en lo que pensó fue en Margaret y en su sonrisa desdentada frente a ella.


En un mismo movimiento se quitó la bandeja de encima y saltó de la cama, quedando de pie, paralizado. Tuvo el reflejo de volverse hacia la cama y revisar entre los restos de comida para ver si encontraba el implante. Quizás quedó pegado a la hamburguesa, pensó. Quizás lo escupí sin darme cuenta. ¿Cómo voy a escupirlo sin darme cuenta? ¿Acaso soy estúpido?

No estaba ni pegado a los restos de hamburguesa, ni escondido en algún recoveco entre los platos, el vaso, el salero y alguna servilleta. No estaba.


Tampoco estaba en la cama: ¿Es posible que lo haya escupido sin darme cuenta? Se preguntó. De todas maneras puso la bandeja sobre la mesa que estaba bajo la ventana y palpó la frazada. Nada. Sacó la frazada y palpó la sábana. Nada. Sacudió todo. Sacó la sábana. ¡Esto es imposible! Exclamó. Tomó el teléfono y llamó a su representante:


- ¡Me he tragado un diente, Mike!

- ¿Qué diablos te pasa? Estaba durmiendo.

- ¿Quién es?

Escuchó que preguntaba Linda, detrás.

- Es William.

Le respondió Mike a su esposa.

- ¿El trompetista que toca música pasada de moda?

Respondió ella. Oyó que Mike tapó el tubo con la mano y le dijo algo a su esposa con tono vehemente. Luego volvió al teléfono:

- ¿Tienes dinero para un dentista?

- No tengo nada, Mike. Soy un maldito músico sin dinero. Todo lo que había ahorrado lo gasté en ese diente.

- Entonces no te preocupes, muchacho, lo tienes en el estómago. Vete a descansar y prepárate para revolver la mierda mañana con la primera cagada del día. Consigue un poco de pegamento y mucha paciencia.


Mike terminó de consolarlo y colgó. En la televisión uno de los púgiles había tirado al otro a la lona. William se acercó al aparato y vio en el reflejo cómo su sonrisa casi perfecta, interrumpida por una brecha oscura, se mezclaba con la imagen de aquel ser humano tirado en el piso. Le pareció una postal hermosa y patética a la vez.


Pese a que lo había intentado, no logró pegar un ojo en toda la noche, ensimismado en su actividad intestinal como un yogui obsesivo. Incluso comió el resto de papas y hamburguesa que quedaba, tomó café y jugo de frutas con la esperanza de acelerar las cosas. Siempre se enorgulleció de su buena digestión. En broma se jactaba ante sus amigos de tener la habilidad de ingerir alimentos en exceso y eliminarlos de forma casi inmediata, vaciando su cuerpo para una nueva ingesta en pocas horas. Le parecía una especie de súper poder bestial.


Sin embargo, eran las siete de la mañana y en sus tripas no había indicios de querer expulsar nada. Llamó a su representante:


- ¡Maldita sea, Mike, no puedo defecar!

- ¿Qué hora es, muchacho? Dime que has dormido toda la noche y te encuentras descansado para el show…

- Son las siete de la mañana, Mike, y no he pegado un ojo en toda la noche.

Escuchó de fondo la voz de Linda:

- ¿Quién es?

- Shhhh… Vuelve a dormir.

- ¿Es el trompetista que toca música pasada de moda? ¿Qué sucede ahora? ¿No ha podido cagar?

Oyó nuevamente como Mike tapó el tubo del teléfono y le dijo algo a su esposa, levantando la voz. Ella respondió con un quejido. Mike volvió a la conversación.

- ¿Has desayunado?

- ¡He comido de todo, Mike, pero no puedo cagar! ¡No saldré al escenario sin un diente! ¡No puedo hacerlo!

- Bueno, tu sonrisa es fundamental; tienes una sonrisa preciosa, muchacho, es parte de tu atractivo.


Muchas veces Mike le había aconsejado que dejase de lado su ortodoxia musical y aprovechase su atractivo físico para vender más discos haciendo una música más moderna. La nueva moda es mezclar el Jazz con el Hip Hop, le decía.


- Escucha; ve a la farmacia y compra un laxante, eso acelerará las cosas.

- ¡No puedo salir a la calle así!

- ¡No seas cobarde, muchacho! - Mike estaba perdiendo la paciencia-, envuélvete la cara con un pañuelo y lucha por lo que quieres.


William no tenía opción, debía salir a la calle, encontrar una farmacia, comprar un laxante, beberlo y cagar hasta que apareciese su diente. Eso hizo: tomó su sombrero, unos lentes de sol, el paño verde que usaba para envolver su trompeta y salió del cuarto tapándose la cara como un bandido del lejano oeste. Al verse en el espejo del ascensor se encontró ridículo, aunque prefería eso a volver a sonreír sin un diente.


Mientras caminaba, desesperado, sin rumbo fijo, la gente lo miraba de forma extraña. Lo consolaba saber que nadie recordaría su cara, si es que su éxito seguía creciendo y se volvía verdaderamente famoso. A las dos cuadras dio con una gran tienda y allí dentro con una farmacia donde no tuvo que hacer cola, compró un frasco pequeño con pastillas laxantes, unas aspirinas, pegamento instantáneo y se retiró. Ya en el hotel telefoneó a Mike:


- ¿Si?

- Mike, ya tengo las pastillas.