"No te escribí, contrariamente a mi promesa, porque todavía esperaba, lo confieso, una carta tuya satisfactoria. Puesto que nada recibí, nada respondí. Pero hoy rompo este largo silencio..."
Hijo de un padre abandónico y una madre campesina, que prácticamente no hablaba ni demostraba cariño, Artur Rimbaud nació el 20 de octubre de 1854 y comenzó a escribir versos a los 16 años. Era 1870, tiempos de la guerra Franco-Prusiana y, debido a esto, su pueblo fue invadido se vio obligado a escapar a Paris. Sin un peso, tuvo que dormir bajo los puentes y revisar la basura para comer.
A su regreso a Charleville, dicen que se lo veía enajenado. Llevaba una navaja y tallaba, dónde podía, "A la mierda con Dios". Merodeaba los bares buscando alguien que le convidase algo para tomar. Se emborrachaba y contaba a los gritos historias sexuales.
De todos modos, se pasaba horas y horas en la biblioteca leyendo, sobre todo, libros de ocultismo.
Fue en esa época cuando le envío por correo una carta y unos versos al poeta Verlaine. El poeta, respondió con dinero diciéndole que lo invitaba a pasar tiempo en su casa, donde vivía con su esposa y sus hijos. Allí nació una relación clandestina, promiscua y tormentosa, llena de violencia.
Verlaine fue echado de su casa y junto a Rimbaud se fueron a Bélgica. Allí, ya asentados, y cuando Rimbaud quiso irse, borracho Verlaine lo encerró en un cuarto y le disparó tres tiros con la fortuna de que solo una bala lo alcanzó en la mano. Debido a esto, Verlaine pasó dos años en la cárcel.
Por entonces Rimbaud publicaba “Una temporada en el infierno”. Un poema largo del que no imprimió más de cien copias, de las cuales, repartió seis o siete, entre amigos – incluido Verlaine- dejando el resto en el sótano de la editorial, para ser descubierto y puesto en valor por un crítico francés, a principio del siglo XX.
Habiendo sido aislado por los círculos literarios de París, en 1875 quemó todos sus manuscritos y dejó la literatura para siempre. Tenía 20 años.
A Verlaine, con el tiempo, le sucedió lo mismo. Se volvieron a ver, algunas veces más, pero poco a poco dejaron de frecuentarse.
Hasta fallecer, por cáncer, a los 37 años, Rimbaud se convirtió en otra persona. Viajó por África, dicen que era un hombre austero y trabajador, abstemio. Fue soldado, albañil y traficante de armas, comerciante de café.
Pese a haber sido escrita a una edad que hoy consideraríamos muy temprana, su obra es fundamental dentro de la literatura universal.
En diciembre de 1875, después de salir de la cárcel Verlaine le escribe por última vez esta carta:
No te escribí, contrariamente a mi promesa (si la memoria no me falla), porque todavía esperaba, lo confieso, una carta tuya satisfactoria. Puesto que nada recibí, nada respondí. Pero hoy rompo este largo silencio para confirmarte todo lo que te escribí hace aproximadamente dos meses.
Sigo siendo el mismo. Estrictamente devoto, porque es la única cosa inteligente y buena que se puede ser. Todo lo demás es engaño, maldad, estupidez. La iglesia hizo la civilización moderna, la ciencia y la literatura: hizo, en especial, a Francia, y Francia se muere por haber roto con ella. Eso está bien claro. Y la iglesia hace también a los hombres, los crea: me asombra que no lo veas, porque es de lo más evidente. Durante dieciocho meses tuve tiempo de pensar y repensar y te aseguro que me agarro a ello como la única tabla de salvación.
Los últimos siete meses pasados entre protestantes sirvieron para confirmarme en mi catolicismo, en mi legitimismo, en mi valor agregado.
Me resigno por la excelente razón de que me siento, de que me veo castigado, humillado justamente, y que cuanto más dura es la lección, mayor es la gracia y el deber de corresponder a ella.
Es imposible que puedas testimoniar que se trata únicamente de una pose o de un pretexto por mi parte. Siempre el mismo, por tanto. El mismo afecto (modificado) hacia ti. Te querría ilustrado, reflexivo. Me duele mucho verte por un camino tan absurdo, tú tan inteligente y tan dispuesto (¡aunque eso pueda extrañarte!). Apelo a tu repugnancia hacia todo y hacia todos, a tu perpetua indignación universal, muy justa en el fondo, aunque no comprendas el porqué.
En cuanto a la cuestión de dinero, no puedes seriamente dejar de reconocer que soy la generosidad en persona: es una de mis escasísimas cualidades, o de mis muchas faltas, como prefieras. Pero dada, en primer lugar, la necesidad de reparar un tanto, aunque sea poco, a fuerza de pequeños ahorros, las brechas abiertas en mi pequeño capital por nuestra absurda y vergonzosa vida de hace tres años, el deber de pensar en mi hijo y, finalmente, mis nuevos y firmes principios, tienes que comprender muy bien que no me es posible mantenerte. ¿A dónde iría todo ese dinero? ¡A manos de taberneros y mujeres de vida fácil! ¿Lecciones de piano? ¿No estaría tu madre dispuesta a pagarlas? ¡Seamos serios!
En las cartas que me escribiste en abril último ponías de manifiesto con tanta claridad tus viles, tus malévolas intenciones, que no me arriesgo a darte mi dirección (aunque, en realidad, cualquier intento de perjudicarme sea ridículo y esté condenado al fracaso, y te advierto, además, de que recurriría a la justicia, con pruebas en la mano).
Pero prefiero rechazar esa hipótesis odiosa. Estoy convencido de que sólo se trata de un «capricho» pasajero, de una tormenta mental que con un poco de reflexión serena disipará. De todas formas la prudencia es la madre de la seguridad y sólo tendrás mi dirección cuando esté seguro de ti.
Por eso le pedí a Delahaye que no te dé mi dirección y le encargué, si quiere, que tenga la bondad de hacerme llegar tus cartas
¡Vamos, un gesto, un poco de corazón! ¡Qué demonios!, algo de consideración y afecto por quien siempre seguirá siendo -y lo sabes,
Cordialmente tuyo,
P.V.
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