“Todo lo que escribió Antoine es autobiográfico. El pequeño príncipe que visita planetas y habla con flores y animales, simboliza el alma del piloto Saint-Exupéry, un alma que nunca envejeció, que siempre tuvo la edad de la infancia”
Antoine de Saint-Exupéry llegó el 12 de octubre de 1929 a Buenos Aires, requerido por Jean Mermoz para organizar los vuelos regulares a Aeroposta Argentina entre Comodoro Rivadavia y Punta Arenas, en Chile. La permanencia en nuestro país de Saintex, como lo llamaban sus amigos, se prolongaría hasta enero de 1931, fecha en que regresó a Francia.
No volvió a la Argentina como consecuencia de la suspensión de la línea patagónica –en julio de ese año- a raíz de una crisis económica que hizo cerrar la Compagnie Générale Aéropostale, de la que Aeroposta Argentina era subsidiaria. Años después, en 1938, Saint-Exupéry proyectó un “raid” entre Canadá y Tierra del Fuego, vuelo que le permitiría surcar otra vez los añorados cielos de la Patagonia, pero al llegar a Guatemala sufrió un accidente en el que perdió un ojo y debió interrumpir el viaje.
También en Buenos Aires conoció a la que sería su esposa, Consuelo Suncin, joven y bella salvadoreña que había quedado viuda, tres años antes, del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. "Aquellos quince meses transcurridos entre nosotros tuvieron decisiva importancia en su vida y en su obra". Aquí escribió su primer éxito literario, Vol de nuit, novela donde relató las peripecias de un piloto de línea que parte de Comodoro Rivadavia y desaparece en la noche patagónica. Desde aquí envió los originales a André Gide y el autor de “Sinfonía pastoral” recomendó su publicación a Gallimard, prologó la obra e influyó para que se le otorgara, en 1931, el premio Fémina. Por último, de acuerdo con algunos testimonios, se presume que fue en la Argentina, más precisamente en la península Valdés, en las proximidades de la Isla de los Pájaros, donde inició la redacción de El Principito. Algo de lo que vivió en nuestro país puede rastrearse no sólo en Vuelo nocturno, cuya acción transcurre totalmente en la Argentina, sino en Tierra de hombres, donde relató episodios autobiográficos, como cuando voló desde Mendoza para buscar a Guillaumet, su camarada extraviado en Los Andes, o cuando pernoctó en una mansión de campo próxima a Concordia, provincia de Entre Ríos, donde una placa recuerda su paso por ese lugar.
Mi admiración por el gran prosista francés y la circunstancia de haber conocido a personas que lo trataron en Buenos Aires, me movió a reunir algunos datos que expondré en esta oportunidad. Aparte de la investigación, me interesó leer varias biografías, entre ellas la muy interesante del argentino Luis Rodríguez Aybar, escritor y piloto que dirigió varios años la agencia de Aerolíneas Argentinas en París.
El primer testimonio personal lo recogí de la viuda del escritor, Consuelo Suncin, cuando ésta visitó la Argentina en 1968. Durante un reportaje que se publicó en el diario “La Prensa”, me contó que ella había venido a Buenos Aires en 1930 con una delegación cultural que debía presentarse en Amigos del Arte. Uno de los integrantes era el pianista Ricardo Viñes, que estrenó varias obras de Eric Satie, de quien era amiga, y otro el poeta Benjamín Cremieux. Este le presentó a Saint-Exupéry. Eran los días de la revolución del general Félix Uriburu y Saintex la invitó a volar con él para evadirse de la agitación que vivía esos días el país.
“Como no quería estar sola con ese desconocido –me contó Consuelo- fui al campo de aviación, en General Pacheco, con varios amigos. Pero en la cabina de la máquina cabían únicamente dos personas y así fue como me encontré sola con él, en el aire, entre las estrellas –había caído la noche- cuando me pidió naturalmente que lo besara. Le respondí que las mujeres como yo solamente besaban cuando estaban enamoradas. Se puso triste y me dijo que no lo besaba porque era calvo y feo –tenía una incipiente calvicie-. Me enternecí y le di un pequeño beso. Varias semanas después yo volvía a Francia. En enero de 1931 Antoine regresó y nos casamos”.
Consuelo me dijo en esa ocasión que pensaba ir a la calle Tagle para pasar ante el edificio donde solía verse con Saintex después de aquel episodio vivido a cientos de metros de altura.
-¿Qué pasión era en él más intensa, volar o escribir? –Le pregunté.
Consuelo respondió: “Primero volar; la aventura, la acción. Solía decir: ‘Si no realizo algo, si no vivo ¿cómo voy a escribir?’ De chico había sentido la misma vocación por la poesía y la mecánica. Fue un moderno humanista que no encontró conflicto entre la tecnología y el espíritu”.
Tras recordar que su marido murió el 31 de julio de 1944, abatido por un avión alemán mientras él cumplía una misión sobre el Mediterráneo al servicio de Francia libre, dijo: “Poco antes me escribió: Si alguna vez no vuelvo, no me llores. Eso pasa rápido. Las balas perforan el cuerpo como las abejas atraviesan el aire”.
Años después pudieron reconstruirse las circunstancias de su muerte. Saint-Exupéry había salido de su base en la isla de Córcega, en misión de reconocimiento fotográfico, hacia el sur de Francia. Por su edad -44 años- no se le había permitido participar en acciones de combate. Iba solo, en un Lightning P. 38, sin armamento, cuando fue derribado por un caza alemán, minutos después de las 12. Daniel Decöt, que investigó sobre las operaciones aéreas en el Midi francés durante la Segunda Guerra Mundial, junto con el veterano piloto alemán Gunther Stedtfeld, descubrió en los archivos del comando germano documentos que informaban acerca de lo ocurrido. En la fecha y hora mencionadas el joven aspirante Robert Heichele, muerto en acción pocos días más tarde, había avistado cerca de la costa francesa el avión de Saint-Exupéry y le descargó desde atrás el fuego de sus ametralladoras. En 1998, un pescador de Marsella encontró en su red un brazalete de plata regalado por Consuelo con la dirección de la editorial de Nueva York que publicó por primera vez, en 1943, “El Principito”. Una empresa de exploración submarina detectaría tiempo después el motor del Lightning a 200 metros de profundidad.
El director cinematográfico Luis Saslavsky, recomendado por Saint-Exupéry a la Metro Goldwin Mayer como asesor de temas argentinos cuando Clarence Brown llevó al cine, en 1932, Vuelo nocturno, con John Barrymore, Clark Gable y Mirna Loy, afirmó en un artículo publicado en 1980 en “La Nación”, que fue él y no Benjamín Cremieux quien presentó a Consuelo a Saint-Exupéry y que el hecho ocurrió en la confitería Richmond. Visité entonces a Saslavsky para pedirle más datos y me confirmó la información, rectificando, de pasada, el error de haber confundido en aquel artículo de “La Nación” a Gómez Carrillo con Vargas Vila. Según Saslavsky, Consuelo Suncin era una mujer tan bella como frívola y fantasiosa. “Saintex se enamoró de ella con entusiasmo de adolescente”, comentó.
Saslavsky conocía los encuentros de la pareja en el departamento de Palermo chico y relató que había visto por primera vez a Saintex en la librería Viau, de la calle Florida. Se hallaba eligiendo libros en francés cuando Saint-Exupéry, que estaba a su lado, se interesó por saber quién era. “Soy periodista y escritor”, dijo Saslavsky, que a la sazón se desempeñaba como crítico de cine en “La Nación”. Saint-Exupéry se identificó solamente como aviador. Según Saslavsky, el francés no había hecho muchas amistades en Buenos Aires, salvo algunos compañeros de Aeroposta con los que solía ir al Tabarís y donde se hizo muy amigo del playboy Macoco Álzaga Unzué y su grupo de alegres trasnochadores.
Su biógrafo Marcel Migeo, en “Saint-Exupéry”, libro editado por Emecé en 1963, cuenta que Saintex dejó, por Consuelo, a una bailarina del Armenonville. Recuerda también que sus mejores amigos en Buenos Aires eran Julien Pranville, director del la Aeropostale en América del Sud; su colega Guillaumet, que acababa de casarse, y el aviador argentino Vicente Almandos Almonacid.
Saint-Exupéry fue presentado un día por Luis Saslavsky a María Rosa Oliver y esta lo llevó a casa de Victoria Ocampo, en San Isidro, donde almorzaron juntos. María Rosa Oliver quería que Victoria le hablara del proyecto de la revista “Sur”, que aparecería un año más tarde, pero no hubo afinidad entre ellos. El escritor era algo hosco y reacio a las reuniones literarias. Cuando se fue, cortó del jardín de Victoria los primeros jazmines del cabo de la estación, seguramente para llevárselos a Consuelo.
Quiero agregar que revisé el sumario completo de “Sur” y no encontré ninguna colaboración de Saint-Exupéry; solamente unas páginas que la revista publicó después de su muerte. Victoria Ocampo tampoco escribió jamás sobre él.
María Rosa Oliver, en su libro “La vida cotidiana”, recuerda que estableció con el autor de Tierra de hombres una afectuosa relación. Saintex le leyó en su casa –durante dos tardes- los capítulos que llevaba escritos de Vol de nuit y, en otra oportunidad, coincidieron en una reunión organizada por el matrimonio González Garaño para inaugurar su casa de la calle Rodríguez Peña. La fiesta era de disfraz y el escritor llegó vestido de bebé con gorrita, chupete y babero. Debe recordarse que medía casi un metro noventa y era más bien grueso para dar idea de su grotesca apariencia. Nuestra escritora cuenta que se retiró temprano pues su avión partía por la mañana y no podía ir al aeropuerto vestido de esa manera. María Rosa Oliver, tan certera y gráfica para describir personajes, anotó que por su nariz respingada y sus ojos muy separados, Saint-Exupéry parecía un murciélago. A Consuelo la comparó con un colibrí.
Saslavsky me comentó que volvería a verlo en los Estados Unidos en 1940 o 1941 y recuerda que Saintex mostró una actitud muy pesimista respecto del desenlace de la guerra.
A fines de la década del 70 y principios de los 80 conversé también con otras personas que lo conocieron. Gastón Lehmann, que trató al escritor en Francia, en 1926, y se encontró luego con él en Buenos Aires, me contó en casa de su nuera, la poetisa Betina Edelberg: “Nos vimos algunas veces con el administrador de Aeroposta, Paul Dony, en reuniones a las que también asistían los aviadores Albert Grosselin y Jean Dabry. Dony estaba casado con una belga muy culta y exquisita de nombre Ivonne, autora de un Diccionario Léxico del Lenguaje Figurado, en cuatro idiomas. Entre el matrimonio Dony y Saintex formaban un triángulo sentimental muy particular. A veces, en esas reuniones, nos divertía improvisando versos humorísticos. Pedía que le indicáramos un tema y le diéramos cuatro rimas, dos masculinas y dos femeninas, sin relación entre sí. Entonces, en cinco o diez minutos redactaba una poesía siempre original y graciosa.”
“Saint-Exupéry tenía una rictus habitualmente adusto pero tras esa apariencia ocultaba un espíritu jovial y juguetón –prosiguió Gastón Lehmann-. Cuando estuvo aquí había publicado un solo libro que me regaló, Courrier du Sud. En la Argentina escribió Vol de nuit, con el que se consagró en Francia. También empezó a escribir aquí El Principito. Mi familia lo siguió tratando pues al volver a Francia el escritor pasaba temporadas en Oppede, cerca de Aix-en-Provence, donde vivía mi hermana”.
Otro interesante recuerdo es el del ingeniero Armando Ulled, que fue su primer y único pasajero al inaugurarse el vuelo de Aeroposta entre Comodoro Rivadavia y Trelew. Como el ingeniero Ulled, radicado a la sazón en Comodoro Rivadavia, hablaba francés, conversó muchas veces con él. “Era ya famoso como aviador –me dijo- pero nadie sabía que escribía. Era simpático, accesible, pero autoritario. Cuando subí al avión, en aquel viaje inaugural, me senté en la cabina con capacidad para cuatro personas (dos asientos enfrentados). El piloto iba adelante, en la carlinga abierta. Recuerdo que durante el viaje el viento era tan fuerte que el Laté 25 se sacudía; entonces él me pasaba por una ventanita hojas recortadas de su anotador con frases para tranquilizarme o hacerme bromas”. El ingeniero Ulled me mostró esos papeles escritos por el autor de Carta a un rehén, que guardaba como una reliquia, así como el boleto, firmado por el escritor con esta dedicatoria: “En souvenir du voyage d’inauguration, le pilote Antoine de Saint-Exupéry”.
Poseo otro testimonio, el de una carta que me envió –a mi pedido- desde Paraguay, donde estaba radicado, el comandante Leonardo Selvetti, uno de los pioneros de Aeroposta, compañero y amigo de Saintex. “Fue un noble amigo, aunque habitualmente era muy parco y no se daba tan fácilmente –expresaba en aquella carta, que conservo-. Era sencillo y democrático, a pesar de su origen noble; le gustaba comer bien, caviar y buenos vinos. Solíamos ir a comer a un restaurante de la calle Cangallo, frente a la Cortada Carabelas, que se llamaba “Conte” y cuyo gerente era un francés amigo de él y de Mermoz. Vivía en un departamento bastante moderno encima de la Galería Güemes, en el tercer piso (no recuerdo bien el número pero creo que era el 33). A ese departamento solía regresar a altas horas de la noche, después de haber concurrido a los lugares que le interesaba y tomar fotos que junto con las notas complementaban sus trabajos. En la madrugada acostumbraba proyectarlas sobre un telón. Después, lógicamente, se sentía cansado y sin más trámites se tiraba en la cama con la ropa puesta, quedándose dormido la mayoría de las veces. Por el piso quedaban las hojas desparramadas de su cuaderno de apuntes. Como jefe era muy exigente y demandaba de sus subalternos el máximo rendimiento”.
(Abro aquí un paréntesis para comentar que hace poco estuve en el departamento que ocupó Saint-Exupéry en la Galería Güemes. Es actualmente un gimnasio. Los cultores del músculo no sabían quién había vivido allí. Otros –en realidad unos pocos- ignoraban quién era Saint-Exupéry).
El comandante Selvetti me facilitó la fotocopia de una carta enviada por el escritor a su amigo argentino Rufino Luro Cambaceres, reproducida por la revista francesa “Icare”. A través de esa carta pude apreciarse su cariño por “los grandes espacios libres del sud” y la nostalgia de su paso por Aeroposta. Los párrafos que leeré a continuación desmienten la idea de que el escritor no se hubiera sentido contento en nuestro país, como la afirmó en una carta, citada por Migeo, donde define a Buenos Aires como una ciudad sin personalidad en la que –son palabras de Saint-Exupéry- “los arquitectos pusieron todo su genio en suprimir las perspectivas”. Migeo señala que en sus libros no se encuentran rastros de su permanencia en Buenos Aires, pero reconoce que tampoco de sus días en París. En la carta a Luro Cambaceres, Saint-Exupéry expresaba: “No hay en mi vida una época que prefiera a aquélla y no hay camaradería que me haya parecido más sana que la de todos vosotros… Yo me encontraba en la Argentina como en mi propio país; me sentía un poco vuestro hermano y pensaba vivir largo tiempo entre vuestra juventud generosa… He olvidado, poco a poco, las tristes horas de la partida y recuerdo solamente las más bellas, esas que pasé con vosotros. Y me siento feliz de poder, en fin, escribiros y agradeceros por todo lo que la Argentina me ha dado”.
Y ahora, para finalizar, unas palabras sobre El Principito, libro que inspiró una hermosa novela del argentino Alejandro Guillermo Roemmers, concebida como una suerte de continuación del célebre relato.
Algunos han afirmado que Saint-Exupéry inició los borradores de esa obra en nuestro país. No existe ninguna constancia probatoria, pero la versión tampoco puede ser desechada. Consuelo Suncin, durante la entrevista de 1968, me dijo: “Todo lo que escribió Antoine es autobiográfico. El pequeño príncipe que visita planetas y habla con flores y animales, simboliza el alma del piloto Saint-Exupéry, un alma que nunca envejeció, que siempre tuvo la edad de la infancia”. Para muchos, entre los que me incluyo, Saint-Exupéry fue, fundamentalmente, un poeta. Hay en El Principito hermosas imágenes, muchas metáforas y agudas percepciones que así lo demuestran, como cuando, tras creer que el cordero puede comer su flor, el principito rompe en sollozos. “No sabía qué decir –explica el narrador-. Me sentía muy torpe. No sabía cómo llegar a él, dónde encontrarlo… Es tan misterioso el país de las lágrimas…”.
Para Henri Pouret, otro de los biógrafos del escritor, éste era además un filósofo y lo llamó “el Pascal de los tiempos modernos”. Para él, el autor de El Principito se distinguió entre sus colegas por haber encontrado la armonía entre la aventura y el pensamiento, entre la heroicidad y la poesía. En El Principito descubrimos, efectivamente, párrafos de una hondura conceptual que el refinamiento del estilo no hace sino realzar. Entre ellas, esa ya famosa frase que el Zorro dice al pequeño príncipe: “No se ve sino con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”, perfeccionando y embelleciendo la antigua sentencia de Anaxágoras: “Todo lo que se manifiesta es una visión de lo invisible”. La afirmación del moderno escritor cuestiona, asimismo, la búsqueda de la verdad por la sola vía del intelecto. Al conocimiento –parece decirnos-, al conocimiento profundo y pleno de las cosas, puede llegarse también, o quizás únicamente, a través del sentimiento.
El amor es, acaso, una forma de sabiduría. El principito va y viene por las páginas del libro desconcertando al piloto-narrador con sus actitudes, con sus expresiones a veces enigmáticas y a menudo reveladoras, trascendentes. Pero el aviador no lo comprende porque está enfermo de adultez; a él le interesan “las cosas serias”, que son las menos importantes. En la última página, Saint-Exupéry dibuja con dos líneas el desierto (que tanto podría ser el de Sahara como el de los páramos patagónicos) y en lo alto una estrella. Nada más, salvo las palabras finales del aviador: “Si llegáis a pasar por allí, os suplico: no os apresuréis, esperad un momento, exactamente debajo de la estrella. Si entonces un niño llega hacia vosotros, si ríe, si tiene cabellos de oro, si no responde cuando se le interroga, adivinaréis quién es. ¡Sed amables entonces! No me dejéis tan triste. Escribidme enseguida, decidme que el principito ha vuelto”.
Aunque el principito ha cumplido ya más de 70 años, muchos estamos seguros de que se conserva igual, en imagen y en espíritu, a como lo dibujaron la pluma y las palabras de Antoine de Saint-Exupéry. Volverá seguramente para hacer felices a todos los que –chicos o grandes- lo busquen en las bellas páginas de su libro. Es tan misterioso el país de la Belleza… Por Antonio Requeni.
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